Susan Faludi. Reacción.

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«Cuando un número récord de mujeres jóvenes apoyaba los objetivos feministas a mediados de la década de los ochenta (de hecho, los apoyaban mucho más las jóvenes que las mayores) y la mayoría de las mujeres se autodenominaban feministas, los medios de comunicación anunciaron el advenimiento de una jovencísima «generación posfeminista» que, supuestamente, rechazaba el movimiento feminista. Cuando se alcanzó el porcentaje más alto de mujeres que apoyaban el derecho al aborto, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos procedió a reconsiderarlo. En otras palabras, la reacción antifeminista no se desencadenó porque las mujeres hubieran conseguido plena igualdad con los hombres, sino porque parecía posible que llegaran a conseguirla. Es un golpe anticipado que detiene a las mujeres mucho antes de que lleguen a la meta. «Una reacción puede indicar que las mujeres realmente han logrado avanzar», escribió la doctora Jean Baker, feminista, «pero la reacción se produce más bien cuando los avances han sido pequeños, antes de que los cambios sean suficientes para afectar a mucha gente…Quienes orquestan las reacciones, realmente, esgrimen el temor al cambio como una amenaza antes de que ocurra una mejora importante».»


«La retórica de la reacción siempre ha considerado a dos clases de mujeres especialmente susceptibles de padecer crisis nerviosas: las solteras y las que cobran buenos sueldos por su trabajo. Docenas de artículos en revistas, manuales de psicología popular y libros de consejos para las mujeres aseguraban que las solteras padecían cifras «récord» de depresiones y que las mujeres profesionales mejor pagadas eran presa del «agotamiento», un síndrome que, según se decía, provocaba un variado abanico de enfermedades físicas y mentales, desde mareos hasta ataques al corazón.

A mediados de los ochenta, varios estudios epidemiológicos de la salud mental advirtieron un aumento de las depresiones entre las mujeres nacidas de 1945 a 1960, por lo que los escritores de manuales de psicología popular pronto bautizaron a ese período como la «Edad de la Melancolía». Al buscar una explicación de aquel difuso sentimiento de tristeza, médicos y periodistas pronto la encontraron en el feminismo. Si las mujeres nacidas en aquellos tres lustros, argüían, no hubieran disfrutado de tanta libertad, las solteras estarían casadas y las profesionales se habrían quedado en casita cuidando de sus hijos; en ambos casos, estarían más tranquilas y más sanas de cuerpo y de espíritu.»


«Un gráfico acertado de los progresos de la mujer estadounidense a lo largo de la historia se parecería bastante a la figura de un sacacorchos ligeramente inclinado hacia un lado, cuyas espirales, con el transcurso del tiempo, se acercan cada vez más a la línea de la libertad, pero que, como una curva matemática que se aproxima al infinito, nunca alcanza su objetivo. 

La mujer estadounidense está atrapada en esta espiral asintótica que gira sin cesar a lo largo de las generaciones acercándose cada vez más a su destino, pero sin alcanzarlo nunca. Cada revolución promete ser «la revolución» que la liberará de la órbita, que le garantizará, finalmente, el disfrute completo de la dignidad y la justicia humana. Pero cada vez la espiral hace que vuelva atrás cuando está a punto de alcanzar la línea de meta.

Una y otra vez, la mujer estadounidense oye una voz que le dice que es necesario que espere un poco más, que debe tener un poco más de paciencia, que su hora aún no ha llegado. Y, lo que es todavía peor, puede acostumbrase a aceptar como algo querido por ella este desvío que se le impone, e incluso llegar a enorgullecerse de él.»


“Por lo general, las mujeres que han hablado con franqueza en la pantalla o en el escenario han sido abucheadas o, como en el caso de Roseanne Barr, avergonzadas en público, mientras los aplausos se reservaban para sus compañeras más complacientes y calladas. Durante la última década los medios de comunicación, el cine, la publicidad y la industria de la belleza han exaltado a la mujer-niña, discreta y reservada, una «dama» neovictoriana de pálido rostro, una criatura semejante a un pajarito, que no sale de casa, habla con una vocecita aguda y se cubre con sus alas para protegerse. Su situación, al menos en la cultura que sigue la corriente, es mostrada casi indefectiblemente como algo «escogido» por ella; no solo es importante que vista ropajes que no le dejen libertad de movimiento, sino también que sea ella quien se los ha abrochado.”


«Durante los ochenta, a los periodistas que escribían artículos acerca de las tendencias de comportamientos de la mujer no se les exigía que justificaran sus afirmaciones con datos fiables, del mismo modo que no se pide a los sacerdotes que demuestren sus sermones con estadísticas. Los periodistas no escribían artículos informativos, sino esquemáticos dramas moralizantes en que las mujeres de clase media representaban el papel de cristianas inocentes engañadas por la serpiente feminista. En la escena final, la mujer tenía que pagar -arrepintiéndose de sus ambiciones y de su «egoísta» persecución de  la igualdad- para recuperar el honor y la felicidad.

Esos artículos estaban llenos de juicios de valor acerca de los males que acarreaba el pecado feminista. Por ejemplo, el informe de la ABC sobre los efectos perniciosos de la liberación de la mujer se refería tres veces a los «costes» y el «precio» de la igualdad con los hombres. Como todos los cuentos que tratan de aleccionar, los artículos acerca de las tendencias sociales ofrecían una «elección» que llevaba implícita una sola respuesta correcta: o sigues la agreste carretera que conduce a una independencia egoísta y solitaria, o tomas el ameno camino que lleva a una casa llena de hogareñas alegrías. En el mapa del universo moral femenino trazado por aquella clase de artículos, no cabía avanzar por ningún camino equidistante de esos dos.»


«Que los medios de comunicación traten a las mujeres como si estuvieran desequilibradas es una vieja tradición reaccionaria. Según la prensa de finales de la época victoriana, las mujeres solteras eran víctimas de «andromanía» y de «terror al matrimonio». Después de rehabilitar brevemente a las «vivaces solteritas» a principios del siglo, durante la Gran Depresión la prensa las volvió a condenar al sanatorio mental.

En los treinta Good Housekeeping realizó un estudio entre las solteras que ejercían alguna profesión en busca de síntomas de trastornos psíquicos. Cuando resultó evidente que todas las encuestadas afirmaban estar la mar de satisfechas de sus vidas, la revista inquirió, llena de esperanza: «¿No será posible que algunas de ellas oculten una añoranza tan dolorosa como una herida cuando se inclinan sobre una cuna y escuchan el pesado aliento que se escapa rítmicamente de unos rosados labios dormidos?» Y lo mismo volvió a ocurrir durante la década de los cincuenta, cuando un desfile de psicoanalistas, encabezados por Marynia Farnham y Ferdinand Lundberg -autores del manual Modern Woman: The lost sex, publicado en 1947 y alcanzó un gran éxito de ventas-, recorrió las revistas femeninas afirmando que las solteras se habían «desfeminizado» y estaban «profundamente enfermas».»


«Para que la «alta feminidad» tuviera éxito en el mercado de la confección, las mujeres trabajadoras tenían que aceptar la nueva línea y ponérsela para ir a la oficina. Los fabricantes podrían diseñar todos los vestidos de noche que quisieran, pero ello no alteraría el hecho de que la mayor parte de las prendas de ropa que se compraban se utilizaban para ir a trabajar. En 1987, por ejemplo, el 70% de las faldas compradas lo fueron con destino al guardarropa de mujeres que trabajaban. Conseguir que estas mujeres adoptaran la moda «Pequeña Muñeca» también requería una estrategia diferente de la que se había utilizado para intentar introducirla entre las mujeres de clase alta.

No solo había que convencer a las mujeres de que los volantes eran adecuados para el trabajo, sino que la persuasión debería ejercerse de manera más sutil, porque las declaraciones grandilocuentes no surten efecto en las mujeres trabajadoras, mucho menos pendientes de la moda. Tanto los industriales como los comerciantes tenían que presentar el nuevo estilo de vestir como una «elección» de las mujeres que trabajaban.»


«Por lo general, los esfuerzos de los industriales de la moda por hacerse de nuevo con el dominio sobre la mujer independiente consumidora eran sibilinos y se ocultaban tras una cortina de adulación y fingida admiración hacia la nueva señora de la moda femenina. Pero esta actitud reverente se reservaba para las mujeres que aceptaban la reglas del juego de la reacción, que se mostraban dispuestas a comportarse como niñas modositas o virtuosas damas victorianas. Por lo que respecta a las mujeres menos maleables, la moda les envió mensajes muy distintos, en los que las amenazaba con disciplinarlas.

La mujer apaleada, atada o metida dentro de alguna clase de recipiente se convirtió en un tema habitual de los anuncios de moda y de los trabajos de fotografía artística. En los escaparates de los grandes almacenes, los maniquíes que representaban a mujeres pasaron a ser de repente las apaleadas conquistas de hombres vestidos con ropas de cuero, cuando no eran simples cadáveres metidos en cubos de basura.»


«Invertir el proceso de envejecimiento es una aspiración antigua, y que parece siempre condenada al fracaso. No era la clase de aventura que pareciera dispuesta a emprender una mujer profesional y práctica, como Diana. Sin embargo, a finales de los ochenta el retorno a unos rotundos cánones de belleza femenina había conseguido que incluso mujeres emprendedoras y llenas de recursos como ella no supieran qué camino tomar.

Es fácil burlarse de la evidente inmersión de Diana en su «Proyecto». Pero quizá habría más bien que perdonarle que escogiera ir en busca de la fuente de la eterna juventud en lugar de intentar construirse una vida propia nadando contra las poderosas corrientes de los tiempos. Diana pertenece a una cultura que a duras penas reconoce la existencia de dichas corrientes y, evidentemente, no proporciona a las mujeres ayuda para enfrentarse a ellas. Por el contrario, las únicas armas que les proporciona son ungüentos y bisturíes para lacerar su propio cuerpo. 

Si Diana escogió alterar su propia naturaleza, en lugar de resistirse a compararse con la chica Breck y sus numerosas hermanas de la publicidad, tal vez tuviera sus razones. Enfrentada con una década en que las mujeres que se resistían porfiadamente a seguir las «tendencias» no podían menos que sentirse solitarias y traicionadas, es posible que, simplemente, prefiriera asegurarse un futuro mejor luchando contra su propia biología que esforzándose por escalar unas murallas culturales aparentemente inexpugnables.»


«La reacción jamás conseguiría modelar a los Estados Unidos a imagen de la retrógrada fantasía de la familia nuclear idolatradora de papá que intentó propugnar. Sin embargo, consiguió implantar esa imagen en la mente de muchas mujeres, fomentando una inquietante o incluso atormentadora disonancia. Si las mujeres se sentían desgraciadas en la década de los ochenta -y sin duda muchas lo eran, cada vez más a medida que iba ganando terreno la reacción-, el motivo no era el que solía señalarse con mayor frecuencia. En última instancia, el feminismo y las libertades que trajo consigo contribuyeron muy poco a hacer desgraciadas a las mujeres. Más bien fue el choque entre el deseo de igualdad -impulso que se resistió a desaparecer a lo largo de toda la década- y el programa de la reacción, que empujó a las mujeres a darse de bruces con los muros de las inseguridades y autorrecriminaciones que la propia reacción contribuyó a erigir.

La reacción ofreció a las mujeres una receta para alcanzar la felicidad, que fracasó porque no podía menos que fracasar. Dividió sus vidas en dos medias vidas: en el trabajo y en el hogar, y luego intentó presentar la segunda como una existencia plena y satisfactoria. A aquellas que rechazaron la receta, se intentó hacerlas desgraciadas mediante represalias psicológicas y materiales; las que intentaron seguirla descubrieron que era un falso remedio -mitad fantasía, mitad castigo- sin posible aplicación en su existencia contemporánea. De hecho, nunca había sido eficaz; siempre fue solo un pobre sucedáneo. Nunca pudo satisfacer las necesidades y deseos humanos básicos que han manifestado una y otra vez las mujeres a lo largo de los siglos y que la sociedad siempre ha intentado reprimir.»

SINOPSIS: «Reacción», de Susan Faludi.

«Susan Faludi –galardonada con el Premio Pulitzer, colaboradora de las re­vistas feministas Ms. y Mother Jones– utiliza su conocimiento de primera mano para desenmascarar, a través de una exhaustiva recopilación de datos, combinada con incisivas entrevistas, la mendacidad e hipocresía que informan el discurso antifeminista, desde los programas políticos hasta la psicología po­pular, desde las proclamas provida hasta la política laboral de las empresas, desde las revistas de opinión hasta los seriales televisivos.

El resultado es un texto rico en información y jugosos detalles, provocativo e irónico en su tono, alarmante en sus conclusiones pero también optimista. Como recuerda la autora, la propia desmesura de In reacción da la medida de la auténtica fuerza y potencial de cambio que poseen las mujeres.»

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