Kate Millett. Política sexual.

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«Al introducir el concepto de «política sexual» hemos de responder, en primer lugar, a la ineludible pregunta: «¿Es posible considerar la relación que existe entre los sexos desde un punto de vista político?». La respuesta depende, claro está, de la definición que se atribuya al vocablo «política». En este concepto no entenderemos por «política» el limitado mundo de las reuniones, los presidentes y los partidos, sino, por el contrario, el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo. Conviene añadir sobre este punto que, si bien la política debiera concebirse como una ordenación de la vida humana regida por una serie de principios agradables y racionales, y de la que, por ende, habría de quedar erradicada cualquier forma de dominio sobre otras personas, la política que todos conocemos, y a la que tenemos que referirnos, no corresponde en absoluto a semejante ideal.»


«Un examen objetivo  de nuestras costumbres sexuales pone de manifiesto que constituyen y han constituido en el transcurso de la historia, un claro ejemplo de ese fenómeno que Max Weber denominó Herrschaft, es decir, relación de dominio y subordinación. En nuestro orden social, apenas se discute y, en casos frecuentes, ni siquiera se reconoce (pese a ser una institución) la prioridad natural del macho sobre la hembra. Se ha alcanzado una ingeniosísima forma de «colonización interior», más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de clase. Aun cuando hoy día resulta casi imperceptible, el dominio sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder.

Ello se debe al carácter patriarcal de nuestra sociedad y de todas las civilizaciones históricas. Recordemos que el ejército, la industria, la tecnología, las universidades, la ciencia, la política y las finanzas -en una palabra, todas las vías del poder, incluida la fuerza coercitiva de la policía- se encuentran por completo en manos masculinas. Y como la esencia de la política radica en el poder, el impacto de ese privilegio es infalible.»


«Freud no consideraba los síntomas de sus pacientes las consecuencias de un descontento justificado respecto  de los límites impuestos por la sociedad, sino las manifestaciones de una tendencia femenina universal e independiente. Denominó «envidia del pene» a esa tendencia, cuyo origen se remontaba, según él, a las primeras experiencias infantiles, y basó en ella su teoría de la psicología femenina, cuyos pilares fundamentales eran la pasividad, el masoquismo y el narcisismo.

La interpretación freudiana de la personalidad femenina requiere de una exposición detallada , en incluso reiterativa, en lo tocante a ciertos puntos. Freud parte de una definición negativa de la mujer, basada en que ésta no es un varón y que, por lo tanto, «carece» de pene. Supone a continuación que el descubrimiento de su propio sexo representa para la niña una terrible catástrofe, responsable de la mayoría de sus rasgos temperamentales y cuyo recuerdo no dejará de acosarla durante el resto de su vida. La psicología freudiana de la mujer -de la que derivan en alto grado tanto la psicología como el psicoanálisis modernos- gira, pues, en torno a una trágica experiencia original: el haber nacido hembra.

Conviene subrayar que Freud se apoyó solo sobre la información aportada por las propias mujeres, puesto que los datos clínicos facilitados por sus enfermas fueron la base de las conclusiones generales que más adelante aplicó a todo el sexo femenino. Respaldándose en el testimonio de sus pacientes, dio por sentado que, para toda mujer, el hecho de haber nacido hembra equivalía a haber venido al mundo «castrada».»


«Una filosofía que mantiene que «la exigencia de justicia es una modificación de la envidia» y que pretende convencer a las personas desfavorecidas de que sus privaciones son de índole orgánica y, por tanto, inalterables, es capaz de condonar muchas injusticias. Son fácilmente previsibles los consejos que semejante filosofía facilitaría a otros grupos que se encuentran en circunstancias desventajosas y no se resignan a aceptar el statu quo. Parecen tan claras las repercusiones sociales y políticas del pensamiento freudiano que no resulta nada extraño que terminase por arraigar tan hondamente en las sociedades conservadoras.

Freud despreció la extraordinaria oportunidad que se le ofrecía de abrir camino a cientos de investigaciones que hubiesen podido denunciar los efectos que la cultura de orientación masculina ejerce sobre el desarrollo psíquico de la mujer y prefirió, por el contrario, santificar la opresión de que ésta es objeto, en nombre de ineludibles leyes «biológicas». La teoría de la envidia del pene ha ofuscado hasta tal punto la comprensión de la personalidad femenina, que la psicología posterior a Freud no ha conseguido desenmarañar los factores sociales implicados en ella. Si es que posee algún sentido el concepto de envida del pene -lo cual parece improbable-, solo puede resultar fructífero si tiene en cuenta los condicionamientos culturales de la vida sexual. Y, desde este punto de vista, cabe dar por sentado que la niña toma conciencia de la supremacía masculina mucho antes de ver el pene de su hermano.

Semejante supremacía forma parte de su cultura en tan alto grado y se manifiesta con tanta constancia en los favoritismos escolares y familiares, en la imagen que la religión y los medios de información le ofrecen de cada sexo y en todos los modelos que percibe en el mundo de los adultos, que le resultaría superfluo e inoportuno asociarla con el órgano genital masculino, dado que, por otra parte, conoce ya innumerables rasgos que distinguen a los sexos. Ante tantas pruebas concretas de la posición superioridad de que goza el varón y de la depreciación a la que se ven relegadas, las niñas no envidian el pene, sino las prerrogativas sociales a que éste da derecho. Freud confundió de modo inexcusable la biología y la cultura, la anatomía y la posición. Pero es aún más significativo que su audiencia se aprovechase de tan flagrante confusión.»


«Convencido de que la índole orgánica de la conexión existente entre el pene y la capacidad intelectual, llega incluso a aseverar, con seguridad imperturbable, que «el factor biológico constituye a ciencia cierta la raíz más profunda de lo psíquico». Así pues, la superioridad intelectual del varón, naturalmente relacionada con el pene, es para Freud un hecho incontestable, fuente de inconmovible seguridad.

De acuerdo con él, la envidia del pene constituye la base de dos rasgos fundamentales del carácter femenino: la modestia y la propensión a sentir celos. Parece que el celebrado pudor de la mujer se asentaría sobre la desesperación originada por la «deficiencia» de la «castración». Resulta asombroso comprobar cuánta caballerosidad victoriana se esconde tras el galimatías construido en torno a la «pureza».

El pudor es, según Freud, una característica femenina «por excelencia», cuyo único fin radica en ocultar el lamentable defecto de toda mujer: tanto entre los primitivos como en el mundo civilizado, la mujer esconde sus órganos geniales porque los considera una herida. No solo sugiere que la modestia femenina tiene por objetivo original «ocultar la deficiencia genial», sino que da incluso a entender que el vello púbico es una respuesta de la «misma naturaleza» destinada a encubrir tan grave defecto.»


«La teoría freudiana de la envidia del pene -formulada en pleno apogeo de la revolución sexual- representó una inculpación extraordinariamente oportuna, que permitió a los prejuicios masculinos tomar de nuevo la ofensiva con un vigor inusitado desde la desaparición de la misoginia manifiesta y la implantación de la moda caballerosa. Todo el peso de la responsabilidad y de la culpa recayó sobre aquellas mujeres que se negaban a «mantenerse en su puesto» y cuyos sufrimientos derivaban, de acuerdo con Freud, de su imprudente aspiración a alcanzar un estado inconcebible desde el punto de vista biológico.

Cualquier esfuerzo por conseguir una vida menos humillante y limitada se consideró, a partir de entonces, una desviación tan innatural como absurda respecto de la identidad genética y, por consiguiente, del sino de toda mujer. Incluso hoy en día, se tacha de neurótica a la mujer que reniega de la «feminidad», es decir del temperamento, la posición y el papel tradicionales femeninos, y se alega en contra de ella que «la anatomía es destino». La mujer que esquiva el único destino que la naturaleza le ha asignado se expone, pues, a caer en el vacío.

Freud formula su teoría de envidia del pene de acuerdo con un método que cabría calificar de circular: apoyándose en cierto número de impresiones infantiles tergiversadas, va aceptándolas de modo gradual como una reacción natural, presentando a continuación su propia versión del contexto sociosexual y pasando, mediante una serie de transiciones casi imperceptibles, del campo de la descripción a un tipo de prescripción que asegura el mantenimiento del statuo quo patriarcal en nombre de la salud y la normalidad. Aparte del escarnio, el periodo contrarrevolucionario no utilizó arma más injuriosa y destructora contra la insurrección feminista que la acusación freudiana implicada por el concepto de envidia del pene.»


«Los desaciertos más graves de la psicología femenina construida por Freud proviene de su incapacidad -inconsciente o deliberada- para diferenciar dos fenómenos radicalmente distintos: la biología de la mujer y la posición femenina. Cuando da por sentado que ésta depende tanto, o casi tanto, como aquélla de la naturaleza, delata su empeño en convencernos de que lo que un mundo de hombres ha hecho de la mujer no es sino lo que la naturaleza había hecho de ella desde un principio.»


La obra de Freud y, todavía más, la de sus discípulos, suele dar por sentado que lo masculino y lo femenino son conceptos equivalentes a los de macho y hembra, y que cualquier desviación respecto a ambas normas constituye el síntoma de una enfermedad mental de gravedad variable. De ser cierta la primera de estas suposiciones, habría resultado innecesario prescribir la adecuación a tales normas con la insistencia que caracterizó al periodo contrarrevolucionario, en el que la más mínima divergencia llegó a considerarse un vicio, y no solo una enfermedad. Cabría incluso aducir que, si lo masculino y lo femenino fuesen productos naturales de la constitución biológica, toda conducta del varón sería masculina, y toda la de la mujer, femenina. 

Fuera del ámbito de la conducta social -en el que cumplen la función de mantener la diferenciación y la relación de dominio y subordinación que existe entre los sexos-, los conceptos «masculino» y «femenino» carecen por completo de sentido y deben ser reemplazados por nociones de macho y hembra, que giran en torno a unos datos comprobables desde el punto de vista biológico.»


«De acuerdo con Freud, los tres rasgos principales de la personalidad femenina son la pasividad, el masoquismo y el narcisismo. Semejante análisis reviste un mérito indudable desde un punto de vista meramente descriptivo. La posición que la mujer ocupa en el patriarcado la induce, en efecto, a representar -con un grado variable de éxito- los papeles que la sociedad espera de ella: ser pasiva, sufrir y convertirse en objeto sexual. 

Pero Freud no se propuso en absoluto describir las circunstancias sociales que la rodean. Creía, por el contrario, que ese complejo producto cultural que denominamos «feminidad» era esencialmente orgánico, es decir, equiparable con la constitución biológica de la hembra o, cuando menos, estrechamente dependiente de ésta. Por ello definió la feminidad como un conjunto constitucional de pasividad, masoquismo y narcisismo, y la prescribió como pauta natural del desarrollo.»

SINOPSIS: «Política sexual», de Kate Millett.

«El gran interés de este ensayo de Kate Millett -ensayo que, a pesar de su modernidad, se ha convertido en un clásico de la literatura feminista- radica en la coexistencia en su análisis de dos críticas, la literaria y la cultural, que permiten captar los nítidos reflejos que la literatura ofrece de esa vida que describe, interpreta e incluso deforma. «Política sexual» se divide en tres grandes partes. La primera gira en torno a la afirmación de Millett de que el sexo reviste un cariz político que suele pasar inadvertido la mayoría de las veces. La segunda parte es eminentemente histórica y su objetivo es aclarar la transformación de las relaciones sexuales tradicionales, experimentada a finales del siglo XIX y principios del XX. En la tercera parte Kate Millett se centra en las consideraciones literarias estudiando la obra de autores tan representativos de esa época como D. H. Lawrence, Henry Miller, Norman Mailer y, como contraste frente a éstos, Jean Genet.»

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