Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación.
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«En la obra de un gran genio es mucho más fácil constatar las faltas y los errores que dar un desarrollo claro y cabal de su valor. Pues los defectos son algo singular y finito que por eso se deja abarcar perfectamente. En cambio, el sello que el genio imprime a sus obras es su insondable e inagotable excelencia; por eso dichas obras se convierten en preceptores que no envejecen con el paso de los siglos. La consumada obra maestra de un espíritu verdaderamente grande ejercerá sobre el conjunto del género humano un efecto tan profundo y radical que no cabe calcular hasta qué lejanos siglos y países puede alcanzar su esclarecedor influjo. Esto será siempre así: porque, por muy culta y rica que fuera la época en que él mismo surgió, el genio, al igual que una palmera, se alza siempre por encima del suelo en que está arraigada.»
«Todo querer surge de la necesidad, o sea, de la carencia y, por lo tanto, de un sufrimiento. La satisfacción pone fin a éste; pero por cada deseo que se cumple, quedan cuando menos diez sin satisfacer; además los apetitos duran mucho y las exigencias tienden al infinito, mientras que la satisfacción es breve y se dosifica con escasez. Pero incluso la satisfacción perecedera es aparente; el deseo colmado cede sin demora su puesto a uno nuevo: aquél es un engaño conocido y éste uno todavía por conocer. Ningún objeto del querer puede, una vez conseguido, procurar una satisfacción duradera y que no se retire jamás, sino que siempre se asemeja tan sólo a la limosna echada al mendigo y que sustenta hoy su vida, para prolongar mañana el tormento.
Por eso, mientras nuestra consciencia se vea colmada por nuestra voluntad, mientras estemos entregados al apremio de los deseos, con su continuo esperar y temer, mientras seamos el sujeto del querer, no habrá para nosotros dicha o calma duraderas. Si perseguimos o huimos, tememos la desgracia o anhelamos el goce, es igual en lo esencial: la preocupación por las continuas exigencias de la voluntad, cualquiera que sea su forma, colma y agita sin cesar la consciencia, sin reposo ni bienestar posibles.»
«Toda obra tiene su origen en una sola y feliz ocurrencia, y es sólo ésta la que proporciona la voluptuosidad de la concepción; sin embargo, el alumbramiento, la realización, no acontece, al menos para mí, sin sufrimiento. He aquí que entonces me planto ante mi propio espíritu como lo haría un juez implacable delante de un prisionero que yace en el potro del suplicio, y le obligo a que me responda hasta que ya no me queda ninguna pregunta que formular. Creo que únicamente a la carencia de esa honradez se deben la mayor parte de los errores y absurdos que tanto abundan en toda clase de teorías y filosofías. No se encuentra la verdad no porque no se la haya buscado, sino por la sencilla razón de que no se la busca adecuadamente, y es que, en vez de hallarla a ella, se trató de reencontrar una opinión ya preconcebida, o cuando menos de no perjudicar una idea que se estimaba; con tal propósito había que dar rodeos e idear toda clase de subterfugios y utilizarlos contra los demás y también contra uno mismo. El valor de no guardarse ninguna pregunta en el corazón es lo que hace el filósofo.»
«Ciertamente los hombres más banales también hacen valer la autoridad reconocida a las grandes obras para no delatar su propia debilidad, pero en silencio están prestos a pronunciar su juicio condenatorio sobre ellas tan pronto como quepa esperar que puedan hacerlo sin delatarse, alegres de dar entonces rienda suelta a su largamente contenido odio contra todo lo grande y lo bello, así como contra sus autores, al sentirse humillados por el hecho de que tales obras no les digan nada. Pues en general para estar dispuesto a reconocer el valor ajeno y dejarlo valer hay que tener alguno propio.
En esto se basa la necesidad de modestia implícita en todo mérito, así como la desproporcionada fama de esa virtud, la única de entre todas sus hermanas que cualquiera se atreve a ensalzar en un hombre eminente y se añade siempre a su encomio, para aplacar y acallar la ira de la carencia de valor. ¿Qué otra cosa es la modestia más que una fingida humildad por medio de la cual, en un mundo plagado por la infame envidia, se pretende pedir perdón por el mérito y la excelencia a quienes no los tienen? Pues quien no se atribuye ningún mérito porque no lo tiene no es modesto, sino sólo sincero.»
«Para quien estudia con el fin de comprender los libros, los estudios son peldaños de una escalera por la que asciende hacia la cima del conocimiento: a cada paso que da va dejando atrás cada uno de los escalones. Por contra, los muchos que estudian para llenar su memoria no utilizan los escalones de la escalera para subir, sino que cargan a cuestas con la escalera, alegrándose de llevar el peso de esa carga. Permanecen eternamente abajo, portando lo que debería haberles transportado.»
«Si el cantante o virtuoso quisiera dirigir su interpretación por medio de la reflexión, la dejarían sin vida. Lo mismo vale decir del compositor, del pintor e incluso del poeta, pues el concepto siempre resulta infructuoso para el arte, donde el concepto sólo puede guiar la técnica; el ámbito del concepto es la ciencia.»
«Precisamente porque la idea es intuitiva y permanece intuitivamente, el artista no se hace consciente del propósito y del objetivo de su obra en abstracto; lo que tiene presente no es un concepto, sino una idea; por eso no puede dar cuenta alguna de su hacer: él trabaja, como suele decir la gente, por mero sentimiento e inconscientemente, de modo instintivo. En cambio los imitadores, los manieristas, imitatores, servum pecus (emuladores, servil rebaño), llegan al arte desde el concepto: observan lo que gusta y surte efecto en las obras genuinas, se lo explican, lo apresan en un concepto, o sea, abstractamente, y lo copian adrede abierta o disimuladamente. Al igual que plantas parasitarias, chupan su alimento de obras ajenas y portan el color de su alimento al igual que los pólipos. Prosiguiendo con los símiles podría decirse que parecen máquinas que desmenuzan y entremezclan cuanto se les echa, pero sin poder digerirlo nunca, de suerte que siempre se vuelven a encontrar por separado los elementos ajenos de entre la mezcolanza; por contra, sólo el genio se parece al cuerpo orgánico que asimila, transforma y produce.
Sin duda, el genio es educado y cultivado por las obras de los predecesores, pero sólo se ve fecundado por la vida y el mundo mismos, por la impronta de lo intuitivo; de ahí que la mayor cultura tampoco perjudique nunca su originalidad. Todos los imitadores, todos los manieristas traducen a conceptos los modélicos logros ajenos; pero los conceptos jamás pueden comunicar una obra con vida interna. La época, esto es, la estúpida multitud del momento, sólo reconoce conceptos y se apega a ellos, prodigando por ello un rápido aplauso a las obras amaneradas, pero esas mismas obras se vuelven insoportables a los pocos años, porque el espíritu de la época, esto es, los conceptos imperantes en que dichas obras se enraizaban, han cambiado.
Sólo las obras genuinas que han surgido directamente de la naturaleza, de la vida, se mantienen eternamente jóvenes y conservan su fuerza originaria. Pues estas obras no pertenecen a ninguna época, sino a la humanidad, y, como son acogidas con indiferencia en su propia época, a la cual desdeñan acomodarse, porque descubren mediata y negativamente su error, sólo serán reconocidas tardíamente y de mala gana; por eso mismo tampoco pueden envejecer, sino que siempre hablan con frescura renovada hasta los tiempos más remotos; además tampoco se exponen a quedar inadvertidas e ignoradas una vez que son coronadas y sancionadas por el aplauso de las pocas cabezas juiciosas que aparecen de tarde en tarde a través de los siglos, hasta que la creciente suma de sus votos se convierte en autoridad, siendo éste el único tribunal al que uno se encomienda cuando apela a la posteridad.»
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«La obra del genio ha de ser vista como una inspiración y, como el propio nombre indica, como la obra de un ser sobrehumano distinto al del individuo mismo que sólo periódicamente se apodera de éste.»
«Para convencer a otro de una verdad que choca con un error al cual se aferra firmemente, la primera regla a seguir es tan fácil como natural: hay que anteponer las premisas a la conclusión. Sin embargo, esta regla es raramente observada y se procede justo al revés, porque el acaloramiento, la precipitación y el espíritu de contradicción nos impelen a proclamar con estridencia la conclusión contra quien se atiene al error opuesto. Esto le hace fácilmente suspicaz y su voluntad se resiste frente a todas esas razones o premisas cuya conclusión ya conoce. Por eso debe mantenerse más bien plenamente oculta la conclusión y dar tan sólo claramente las premisas. A ser posible la conclusión tan siquiera debe enunciarse, para que quien escucha la descubra necesariamente por sí mismo en su razón y la convicción así nacida será tanto más sincera, al verse acompañada por un sentimiento de autoestima en lugar de por la vergüenza.»
«Nada resulta más enojoso que polemizar con un adversario, al que uno se esfuerza en convencer mediante argumentos, en la creencia de que estamos tratando con su entendimiento, y descubrir finalmente que no quiere comprender, o sea, que tratamos con su voluntad la cual desoye la verdad y saca a colación malentendidos, triquiñuelas y sofismas, atrincherándose tras su entendimiento y su presunta incomprensión. Es inabordable: pues los argumentos y las pruebas empleadas con la voluntad son como el choque de un espectro frente a un cuerpo sólido. De ahí la sentencia tan repetida de que “la voluntad suplanta a las razones”. La vida ordinaria suministra suficientes testimonios sobre lo dicho. Pero lamentablemente también se encuentran en el camino de las ciencias.
El reconocimiento de las verdades más importantes, de los más inusitados adelantos, resulta inútil esperarlo por parte de quienes tienen un interés para no dejarlos valer, porque o bien contradicen lo que ellos mismos enseñan a diario, o bien no pueden utilizarlo para ello, o bien adoptan la divisa de los mediocres: “Si alguien sobresale entre nosotros, que lo haga en otra parte”. Quien espere una justa apreciación de sus trabajos por parte de esta siempre numerosa multitud de mediocres quedará muy decepcionado y quizá no pueda comprender sus excesos hasta advertir que, mientras él se dirigía al conocimiento, había de tratar con la voluntad, o sea, se encuentra en un caso similar al de quien lleva su causa ante un tribunal cuyo asesor ha sido sobornado.
En algunos casos obtendrá la prueba más irrecusable de que le oponen su voluntad y no su comprensión, cuando uno y otro de entre ellos decida plagiarle. Entonces el plagiado comprobará con sorpresa cuán finos conocedores son quienes tienen tan buen tacto para el mérito ajeno y cómo saben escoger lo mejor con el mayor acierto, al igual que los gorriones nunca dejan de dar con las cerezas más maduras. Lo contrario de esta triunfante resistencia de la voluntad frente al conocimiento tiene lugar cuando uno, al exponer sus razones y pruebas, tiene a favor suyo la voluntad del interlocutor: entonces todo es igualmente persuasivo, todos los argumentos son elocuentes y la cuestión queda de inmediato tan clara como el día. Esto lo saben muy bien los demagogos. Tanto en uno como en otro caso la voluntad se muestra como la fuerza primitiva, frente a la cual nada puede el intelecto.»
«Palabra y lenguaje son el medio indispensable para pensar con claridad. Pero como todo medio, toda máquina al mismo tiempo dificulta y traba; también el lenguaje lo hace así: porque constriñe a formas estables los infinitamente matizados, móviles y modificables pensamientos; cuando el lenguaje fija al pensamiento simultáneamente lo encadena.»
«Sin duda, la continua afluencia de pensamientos ajenos, que inhiben y obstruyen los propios, tiene que paralizar a la larga la capacidad de pensar, cuando ella no tiene el alto grado de elasticidad que pueda resistirse a esa corriente antinatural. De ahí que leer y estudiar sin interrupción arruine la cabeza; a ello se añade que el sistema de nuestros propios pensamientos y conocimientos pierde su integridad y conexión, cuando los interrumpimos con frecuencia a fin de ganar espacio para un curso de pensamientos totalmente ajeno.
La manía de leer de la mayoría de los eruditos es un tipo de fuga ante el vacío, la falta de pensamientos de su propia cabeza, que sólo recurre a lo ajeno: para tener pensamientos, han de leer, al igual que los cuerpos inertes sólo reciben movimiento desde fuera; mientras que quien piensa por sí mismo se asemeja a los cuerpos vivos, que se mueven por sí mismos.
Hasta resulta peligroso leer sobre un tema sobre el cual no se haya meditado con anterioridad. Pues con el nuevo material se introduce furtivamente en la cabeza el parecer y el tratamiento ajenos del mismo, tanto más cuanto que la desidia y la apatía recomiendan ahorrarse la molestia de pensar y asumir lo ya pensado, dándolo por válido sin más. Esto acarrea la falta de originalidad de los eruditos. A ello se suma que ellos creen, al igual que las otras gentes, que han de repartir su tiempo entre el goce y el trabajo. Mas como tienen la lectura por su trabajo y auténtica profesión, se atiborran hasta la indigestión. La lectura deja de jugar el papel de preceder al pensamiento para tomar enteramente su lugar, pues sólo piensan en las cuestiones mientras leen sobre ellas, o sea, con una cabeza ajena, no con la propia.»
«Por metafísica entiendo todo presunto conocimiento que sobrepasa la posibilidad de la experiencia y, por tanto, la naturaleza o el fenómeno dado de las cosas, para explicar aquello por lo que la naturaleza esté condicionada en uno u otro sentido, o en términos más vulgares para explicar lo que se oculta tras la naturaleza y la hace posible.
Entre los pueblos civilizados encontramos dos tipos distintos de metafísica que se diferencia porque la una tiene su confirmación en sí y la otra fuera de sí. Los sistemas metafísicos del primer tipo, para el reconocimiento de su confirmación, requieren meditación, formación, ocio y juicio, por lo que sólo son accesibles a un número de hombres extremadamente escaso y sólo pueden surgir y mantenerse en civilizaciones de cierta importancia. En cambio, la mayor parte de los hombres, al no estar facultados para pensar, sino sólo para creer y no ser receptivos a las razones, sino sólo a la autoridad, están abocados exclusivamente a los sistemas del segundo tipo: éstos pueden verse designados como metafísica popular, por analogía con la poesía popular o con la sabiduría popular compuesta por los proverbios.
Estos sistemas se conocen bajo el nombre de religiones y los encontramos en todos los pueblos, con excepción de los más bastos. Como ya se ha dicho, su confirmación es externa y se llama revelación, la cual se ve documentada por prodigios y milagros. Sus argumentos son principalmente amenazas con males eternos y temporales, dirigidas contra los incrédulos e incluso contra los simples escépticos: en algunos pueblos encontramos como última razón de los teólogos la hoguera o un suplicio similar.»
SINOPSIS: «El mundo como voluntad y representación», de Schopenhauer.
«Obra que supone la «summa» del pensamiento y de la concepción existencial de Arthur Schopenhauer (1788-1860), El mundo como voluntad y representación ha sido leído con admiración por gigantes de la talla de Wittgenstein, Nietzsche, Goethe, Wagner, Freud, Tolstoi, Thomas Mann o, en el ámbito hispano, J. L. Borges y Pío Baroja. La vivacidad y la amenidad de su estilo, la pasión de que impregna su discurso y su riqueza en estímulos y sugerencias hacen de ella una de la cumbres del pensamiento occidental. En su introducción a la obra, Roberto R. Aramayo nos brinda todos los detalles de la azarosa trayectoria de esta obra mítica, así como el contexto adecuado para disfrutar de ella.»
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