Javier Muguerza. La razón sin esperanza.

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«Si no hay modo de derivar un «debe»  de un «es», tampoco lo habrá de fundamentar ninguna propuesta de orden práctico en premisas teóricas de carácter científico, con lo que la política social se vería irremisiblemente condenada al irracionalismo. Mas si, para evitar incurrir en la falacia naturalista, admitimos que las ciencias sociales han de albergar premisas normativas, abriríamos de par en par las puertas a la introducción de juicios de valor en su interior y, de este modo, arruinaríamos la posibilidad de una ciencia social. Dejando a un lado el caso de las ciencias puras o formales, que no se ocupan de hechos, toda ciencia es una ciencia fáctica (pues la idea misma de una «ciencia normativa» no es sino una contradictio in adiecto). Pero, por otra parte, la política -aunque en sí misma sea un hecho y pueda, por lo tanto, ser objeto de investigaciones científicas- es siempre normativa por definición. Entre ciencia y política, por tanto, se da un hiato, que no es sino un trasunto de ese inquietante «gap between «is» an «ought» que desde Hume viene mortificando a los filósofos morales. Y en tanto que esa brecha no se cierre de algún modo, el problema de la aplicación política de los pronósticos científicos o de la inspiración científica de los programas políticos seguirá siendo una «cuestión abierta» desde el punto de vista lógico.»

«Y a Hume se debe una muy celebrada denuncia de aquel tránsito falaz de un juicio con verbo «es» a otro con verbo «debe», denuncia que, a su vez, no carece de precedentes en la más clásica literatura filosófico-moral de la lengua inglesa. Expresándonos ahora, para dar gusto a los filósofos analíticos, en román paladino, lo que se trata de hacer ver con tal denuncia es que no hay modo de derivar, por deducción, juicios morales a partir de juicios de hecho. La falacia en cuestión es, por lo tanto, una falacia lógica, concretamente una falacia deductiva, a la que los filósofos analíticos han otorgado la equivoca denominación de «falacia naturalista».

Tal denominación es, en efecto, equívoca, ya que si por naturalismo filosófico se entiende -según es lo usual- lo contrario de una actitud metafísica en filosofía, entonces toda ética analítica sería naturalista, cuando lo cierto es que hasta los positivistas han puesto buen cuidado en esquivar nuestra falacia; y tan falaz sería, por lo demás, la interpretación de nuestros juicios morales en términos naturales (como cuando decimos, por ejemplo, que algo es bueno o debe hacerse porque ese algo es deseado o aprobado por mí) cuanto en términos supernaturales (como cuando decimos, por ejemplo, que algo es bueno o debe hacerse porque ese algo es deseado o aprobado por Dios), toda vez que las inferencias  «Apruebo o deseo esto, luego esto es bueno o debe hacerse» y «Dios aprueba o desea esto, luego esto es bueno o debe hacerse» serían deductivamente y legítimas por igual.»


«La afirmación «X debe ser preferido porque es preferido por P» podría considerarse falaz -esto es, incursa en la falacia naturalista- por dos motivos principales. El primero de ellos consistiría en la suposición de que apoyar el juicio evaluativo «X debe ser preferido» mediante el juicio fáctico «X es preferido por P» equivale a derivar deductivamente el primero de esos juicios a partir del segundo. Pero nosotros ya sabemos que esa suposición no es obligada en el contexto del razonamiento moral, donde el «porque» de «X debe…, porque X es…» no equivale necesariamente al «luego» deductivo de «X es…, luego X debe…». La equivalencia se daría solamente en el caso de las antes llamadas «razones normativas», más no en el de las llamadas «razones fácticas». 

El segundo motivo provendría de la sospecha de que toda justificación de un juicio evaluativo por medio de una razón fáctica, como en el caso de «X debe…, porque X es…», se halla a su vez transida de evaluación. Cabría alegar, así, que la justificación de «X debe ser preferido» mediante la razón «(Porque) X es preferido por P», o, lo que es lo mismo, «(Porque) X es racionalmente preferido» solo sería posible sobre la base de una positiva evaluación de la racionalidad de la preferencia. Pero, en nuestro caso, no hemos evaluado la preferencia racional. Nos hemos limitado, simplemente, a caracterizarla, estipulando las condiciones que la hacen posible. (Y, por supuesto, cabría ofrecer caracterizaciones diferentes de la noción de «preferencias racional» sin que por ello se alterasen sustancialmente -siempre que fuese conservada la correlación entre aquella y la noción de «universalidad» -los términos de la cuestión que nos ocupa).

Es cierto que cabría -como se anticipaba hace un momento- que no prefiriese X,  sino Y,  pese a su convicción de que X constituye la preferencia racional de P. Pero no hay que pensar que, en dicho caso, Q esté prefiriendo la irracionalidad a la racionalidad. Estaría, tan solo, prefiriendo Y irracionalmente. De la misma manera, cuando consideramos a X preferible por haber sido racionalmente preferido tampoco estamos prefiriendo la racionalidad. Estamos simplemente sosteniendo que, de entre los diversos códigos morales existentes o posibles, habrá uno que sea preferible a los restantes y ese sería el preferido en el supuesto de la preferencia racional. Mas nada hay de falaz en esta conclusión a que nos ha llevado nuestro examen de la «falacia naturalista», que -por lo menos a este nivel de razonamiento moral- parece estar diciendo un cambio urgente de denominación.» 


«Si la filosofía política se redujera sólo a reflexión metacientífica sobre la politología, entonces sería eso, a saber, una rama de la filosofía de la ciencia. Y pensar que la ciencia -la  ciencia política- agote sin residuo la cuestión no sólo haría escasa justicia a las tradiciones de la teoría política (donde, como veíamos, tenía también cabida la ideología), sino -cosa aún peor para los analistas del lenguaje- haría escasa justicia a la especificidad del discurso político, que si por algo se caracteriza es por su carácter declaradamente normativo más bien que fáctico. Esto es, la política es un hecho, como también lo es la moral, y puede, por lo tanto, ser objeto de un estudio científico. Pero así como la moral no debe confundirse con las llamadas ciencias morales que la estudian, tampoco la política debe ser confundida con la ciencia política.

Decir, como se ha dicho algunas veces, que la ciencia política es una ciencia normativa sería incurrir en una auténtica contradicción en los términos, puesto que ciencia no la hay sino de hechos. Pero decir que la política es normativa no es sino expresar una gran verdad, la gran verdad de las tautologías o las perogrulladas, pues que yo sepa no hay otra manera como puedan regirse los miembros de una comunidad -desde una tribu a un Estado moderno- que por medio de sistemas de normas morales o jurídicas y, en definitiva, políticas. Y acaso sea esta vecindad de la política con la moral y el derecho lo que los filósofos analíticos han pasado por alto en su afán de avecindarla en exclusiva con la ciencia, o -si lo preferimos- en su obsesión por concebir a la filosofía política como no más que un apartado de la metodología científica y no también como una disciplina afín a la ética.»


«Lo primero que habría que disipar es la posible sugerencia de que haya dos razones contrapuestas. Hablar de «razón teórica» y «razón práctica» no es más que una licencia permisible a los efectos de evitar innecesarios circunloquios. Pero, una vez sentado esto, habría que insistir -y con no menos energía- en distinguir esos dos usos, teórico y práctico, de una y la misma razón. Hay, por ejemplo, una notable diferencia entre dar razón de un hecho (como la articulación, supongamos, de un Estado corporativo como el de Portugal, que una persona de mentalidad democrática podría interesarse en estudiar) y dar razón de una norma (como los principios corporativos que inspiran la vigente Constitución portuguesa, que una persona de mentalidad democrática podría haberse obligada a rechazar). Lo primero lo puede hacer el politólogo suministrándonos al respecto las explicaciones pertinentes; pero para aceptar o rechazar una constitución política lo que se necesita no es una explicación científica, sino una justificación, algo que -para entendernos- correspondería a un orden de racionalidad bien diferente.

La distinción entre «explicación» y «justificación» es sumamente importante, pero aquí voy a limitarme a ilustrarla por medio de un ejemplo. Un adulto de nuestra sociedad podría explicar su conservadurismo, en contraste con el progresismo de su hijo, haciendo la consabida fórmula de que «quien a los treinta años no ha sido comunista es que no tiene corazón, más quien lo sigue siendo a los 60 es que no tiene cabeza». Ahora bien, aún si estas premisas biológicas lograron explicar -por ejemplo, causalmente- las actitudes políticas de ese señor y de su hijo (lo que, por lo demás, resulta harto dudoso), estarían lejos, desde luego, de agotar su justificación. Y, si le  presionáramos con suficiente habilidad, nuestro hombre acabaría probablemente alegando otras razones, como -supongamos- la de que, a diferencia de su hijo, «prefiere la injusticia al desorden». En la filosofía analítica contemporánea se ha discutido muy arduamente sobre esta distinción entre causas y razones, pero el punto de vista que parece imponerse es el de que, en última instancia, aducir causas y alegar razones son dos actividades racionales que no se interfieren mutuamente.»


«Las previsiones tecnológicas, en efecto, se diferencian de las simples predicciones científicas por su carácter declaradamente preceptivo, puesto que no se refieren tanto a lo que ha de acontecer -independientemente de las estimaciones del hombre de ciencia-  cuanto a lo que debería acontecer si se han de conseguir los objetivos que al tecnólogo, o más exactamente sus financiadores, consideran estimables. Pero cualquier teórico de la planificación -y, por lo pronto, de la planificación política- está obligado a distinguir entre, por una parte, planificación estratégica y operativa, destinadas a establecer el cómo y el porqué de un curso de acción dado en orden a optimizar sus resultados, y planificación normativa, encargada por otra parte de ordenar los objetivos sobre los que descansa esa política: por mucho que la previsión política pueda tener hoy de tecnología, lo que «debería» acontecer nunca cabrá fijarlo solo en base a consideraciones de eficiencia como pudiera hacerlo un ingeniero-,  sino que inevitablemente exigirá la introducción de consideraciones de orden moral. Y olvidarse de semejante distinción -como lo hacen quienes ven en la «ingeniería social» el paradigma de la política- equivaldría, en definitiva, a confundir tecnologías social y política tecnocrática, arruinando así toda posible distinción entre técnica y praxis.

Lo que distingue a una de otra -a saber, la relevancia moral de la segunda frente a la posible neutralidad moral de la primera- podría quizá ser expresado, de acuerdo con la distinción que antes establecíamos, diciendo que la técnica atiende únicamente a fines que son medios para la consecución de otros fines, en tanto que la praxis ha de habérselas con fines últimos o valores. Las discusiones, por ejemplo, sobre planificación económica en una economía del bienestar, y hasta la misma discusión sobre la conveniencia o inconveniencia política de colectivizar los medios de producción, podrían no rebasar -y de hecho no rebasan muchas veces- el mero uso técnico de la razón. Pero cuando nos preguntamos para qué sirve todo eso -si todo eso está al servicio de la explotación del hombre por el hombre o más bien al servicio de la liberación de la humanidad-, entonces es cuando la razón práctica no podría por menos de hacer su aparición.»


«A nadie le sería dado justificar moralmente su forma de vida, cualquiera que ésta sea, si se niega a aceptar la posibilidad de que cualquier otra persona -incluida ella misma si cambiaran las circunstancias y le tocara en suerte padecer esa forma de vida más bien que disfrutarla- comparta por igual su preferencia en tal sentido. Si yo fuese, por ejemplo, propietario de esclavos, no me sería posible justificar moralmente la organización esclavista de la sociedad a menos de seguirla prefiriendo aun en la tesitura de ser esclavo más bien que amo, esto es, a menos de otorgar a todo el mundo -sin excluirme a mí mismo en un adverso reparto de fortuna- la posibilidad de preferir imparcialmente lo que acaso hoy prefiero solo a título de eventual  beneficiario. Desde el punto de vista de la propia preferencia, la universalizabilidad envuelve por lo menos la suficiencia de su imparcialidad, entendiendo por tal al mismo tiempo su objetividad y su desinterés.»

SINOPSIS: «La razón sin esperanza», de Javier Muguerza.

«La colección Theoria cum Praxi se honra en abrir la nueva serie Documenta con la reaparición de un texto que constituyó un hito dentro del panorama filosófico español. La razón sin esperanza se encuadraba en un programa de autocrítica de la razón analítica, dentro de la cual le correspondía cuestionar el tratamiento analítico de la razón práctica por parte de sus más insignes representantes: desde G.E. Moore a John Rawls. Lejos de centrar su atención en la problemática del análisis filosófico del lenguaje moral, se esforzaba por ampliar sus horizontes, lo que llevaba a Javier Muguerza a interpretar las vicisitudes de la ética analítica como un síntoma de la crisis de la Razón Ilustrada, a deplorar su frecuente supeditación al pensamiento positivista (tal como ha sido denunciada por la crítica procedente de la Escuela de Frankfurt) y a confrontar en suma, sus planteamientos con el enfoque marxista de las relaciones entre la teoría y la Praxis. En esta misma colección se ha editado un volumen colectivo de homenaje a la imprenta intelectual del autor titulado Disenso e incertidumbre.»

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