Ortega y Gasset. La rebelión de las masas.

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«Cuando se habla de nuestra vida suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo: nuestra vida es en todo instante y antes que nada conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Pero ahí está; este extrañísimo hecho de nuestra vida posee la condición radical de que siempre encuentra ante sí varias salidas, que por ser varias adquieren el carácter de posibilidades entre la que hemos de decidirnos. Tanto vale decir que vivimos como decir que nos encontramos en un ambiente de posibilidades determinadas. A este ámbito suele llamarse «las circunstancias». Toda vida es hallarse dentro de la «circunstancia» o mundo. Porque éste es el sentido originario de la idea «mundo». Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser; por tanto, nuestra potencialidad vital. Ésta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho de otra manera, llegamos a ser solo una parte mínima de lo que podemos ser. De aquí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible es siempre más que nuestro destino o vida efectiva.»


«Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida. La circunstancia -las posibilidades- es lo que de nuestra vida no es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse, desde luego, en un mundo determinado e incanjeable; en éste de ahora.

Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo -el mundo es siempre éste, éste de ahora- consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza…a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida!

Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.»


«Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que solo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena solo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: «Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí».

Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y además seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta.

Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como al aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.»


«Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma, condenada a perpetua inmanencia como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre, no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte.

Conforme se avanza por la existencia va uno hartándose de advertir que la mayor parte de los hombres -y de las mujeres- son incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa. Por lo mismo, quedan más aislados y como monumentalizados en nuestra experiencia los poquísimos seres que hemos conocido capaces de un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los nobles, los únicos activos y no solo reactivos, para quienes vivir es una perpetua tensión, un incesante entrenamiento. Entrenamiento = áskesis. Son los ascetas.

No sorprenda esta aparente disgresión. Para definir al hombre-masa actual, que es tan masa como el de siempre, pero quiere suplantar a los excelentes, hay que contraponerlo a las dos formas puras que en él se mezclan: la masa normal y el auténtico noble o esforzado.»

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«No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otras época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve solo para errarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior y, con una audacia que solo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo como característico de nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho.

El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser, por ejemplo, sobre política o sobre literatura. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. 

Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica.

Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falto? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones».»


«La escasez de la cultura intelectual española, esto es, del cultivo o ejercicio disciplinado del intelecto, se manifiesta, no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se acierte o no -la verdad no está en nuestra mano-, sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales para acertar. Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo.»


«Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual.

El hombre-medio se encuentra con «ideas» dentro de sí pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento sutilísimo en que las idean viven. Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar. De aquí que sus «ideas» no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales.

Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es por tanto creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él.

Por eso, lo «nuevo» es en Europa «acabar con las discusiones», y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea.»


«Las verdades teóricas no solo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión. Pero el destino -lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser- no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos. El destino no consiste en aquello que tenemos ganar de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.»


«La mayor parte de los hombres no tiene opinión, y es preciso que ésta le venga de fuera a presión, como entra el lubrificante en las máquinas. Por eso es preciso que el espíritu -sea el que sea- tenga poder y lo ejerza, para que la gente que no opina -y es la mayoría- opine. Sin opiniones, la convivencia humana sería el caos; menos aún: la nada histórica. Sin opiniones, la vida de los hombres carecería de arquitectura, de organicidad. Por eso, sin un poder espiritual, sin alguien que mande, y en la medida que ello falte, reina en la humanidad el caos. Y parejamente, todo desplazamiento de poder, todo cambio de imperantes, es a la vez un cambio de opiniones y, consecuentemente, nada menos que un cambio de gravitación histórica.»


«La etimología de mandar significa cargar, ponerle a uno algo en las manos. El que manda es, sin remisión, cargante. Los inferiores de todo el mundo están ya hartos de que les carguen y encarguen y aprovechan con aire festival este tiempo exonerado  de gravosos imperativos. Pero la fiesta dura poco. Sin mandamientos que nos obliguen a vivir de un cierto modo, queda nuestra vida en pura disponibilidad. Ésta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de sí misma que la muerte.

Porque vivir es tener que hacer algo determinado -es cumplir un encargo-, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oriá un grito formidable en todo el planeta, que subirá, como el aullido de canes innumerables, hasta las estrellas, pidiendo alguien y algo que mande, que imponga un quehacer u obligación.»

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«La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que solo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin «forma».  Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspenso.

Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojado su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se inventa o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. 

El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí.»


Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer.  ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar. Hacemos memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por eso lo hacemos. Conste, pues: nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir.»


«Contra lo que creen los plañideros, todo error es una finca que acrece nuestro haber. En vez de llorar sobre él, conviene apresurarse a explotarlo. Para ello es preciso que nos resolvamos a estudiarlo a fondo, a descubrir sin piedad sus raíces y a construir enérgicamente la nueva concepción de las cosas que esto nos proporciona.»


«En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia. No es masa, en cambio , el hombre humilde que se siente mediocre y vulgar porque al intentar valorarse por razones especiales -talento para esto o lo otro, excelencia en uno y otro orden-, advierte que no posee ninguna cualidad egregia. 

Es preciso hacer constar, frente a habituales bellaquerías, que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.»


«Nuestra vida, en efecto, consiste en lo que hacemos, desde aguantar un dolor con paciencia o sin ella, hasta hacer una revolución, hacer una teoría o simplemente hacer tiempo. La vida es siempre operante, siempre esfuerzo, siempre faena. Ahora bien: lo que hacemos no nos es impuesto, como a la bala su trayectoria. La extraña realidad que es nuestra vida consiste, de un lado, en tener por fuerza que hacer algo, y de otro, en tener que decidir eso que tenemos que hacer. Por tanto, una mezcla dramática de fatalidad y libertad.

Vivir es encontrarse en un ámbito de posibilidades más o menos amplio; es poder ser eso, esto y esto. Todavía si esas posibilidades fuesen indiferentes, la vida sería cosa fácil, Pero lejos de eso, acaece que en todo instante el repertorio de posibilidades de ser que se abre ante nosotros tiene una jerarquía. Entre esas posibilidades hay una que es la más nuestra, la que cada cual tendría que ser para ser verdadera y auténticamente lo que es. Dicho en otra forma: cada vida tiene un destino intransferible, pero es libre de aceptarlo o no. Si no lo acepta sigue siendo vida; pero esa vida consistirá en la constante negación de sí misma. Y así acontece con gran frecuencia: cada hombre se dedica a no ser quien es, se esfuerza en ser otro; por ejemplo, en ser como los demás; como este grupo, como el otro grupo de los demás.»


«Lo esencial del destino es que siendo inexorable exige y permite que lo aceptemos o no. Yo no seré quien propia e intransferiblemente soy si no hago tales o cuales cosas. Pero puedo perfectamente no hacerlas, y en su lugar hacer otras. Entonces defraudo a mi verdadero ser, lo suplanto por otro que no tiene autenticidad de destino, que no tiene última realidad.

Cuando hago esto, mi vida se ocupa en desvivirse a sí misma. Porque la libertad que actúa en toda vida es solo negativa, me permite no aceptar mi destino; pero no permite fabricarme otro destino y hacer que en verdad vital, sea yo otro del que soy, Así venimos a aclararnos la idea de sinceridad. Es vitalmente sincero el que vive su personal destino.»


«Nuestra vida, que es lo único que tenemos, que es nuestra única realidad, consiste en que un ente, al que cada uno de nosotros llama yo, se encuentra pronto y sin saber cómo teniendo que sostenerse en un contorno o circunstancia o mundo que le es ajeno cuando no hostil. Basta, en rigor, con que nos sea ajeno y por tanto, desconocido, enigmático, misterioso, para que sin más, nos sea hostil. 

Para sostenerse en él no tiene el hombre más remedio que estar siempre haciendo algo. La vida es siempre algo que hay que hacer. La vida da mucho que hacer. Pero como esto que hay que hacer no nos es dado ya decidido de antemano sino que tenemos que decidirlo nosotros, no podemos dar un paso ni mover una mano sin hacernos antes alguna idea sobre lo que es el mundo y el hombre y lo que éste puede esperar de aquél. Es decir, que el hombre, quiera o no, vive siempre desde ciertas creencias y sobre lo que es la realidad. 

El hombre sin creencias no existe, es puro modo de hablar. Aun en el caso extremo de que considere dudosas todas las ideas sobre la realidad no por eso suprime ésta. Ese extremo escéptico que por los demás es un ser utópico que jamás ha existido -ese extremo escéptico- está también en una creencia, en la creencia de que todo es dudoso, y lo dudoso es un contorno, una circunstancia, un mundo tan real como otro cualquiera con el cual tiene que habérselas.

La duda, pues, es una situación vital como cualquiera otra y el lenguaje vulgar tan perspicaz para todo lo fundamental en la existencia humana, expresa esa situación diciendo que el hombre está en un mar de dudas, que es un paisaje como otro cualquier solo que peor que otro cualquiera porque en lo dudoso no se hace pie. Por eso la duda es un mar y en ella el hombre un náugrafo, un desesperado.»


«Y las gentes han sentido siempre una admiración, en que se mezcla la desazón con el respeto, hacia esos hombres extraños que preveían el futuro. Porque el futuro es la región del tiempo donde los hombres, en realidad, vivimos. La vida, no se olvide, es una faena que se hace hacia delante. Lo que nos importa e inquieta es lo que pueda pasar en el momento que va a venir, el inmediato o el remoto. El hombre está en todo instante proyectado sobre ese pavoroso vacío que es el porvenir. Ahora bien, digo que el futuro, el provenir es algo vacío ante nosotros porque es la dimensión problemática de nuestra vida. No sabemos nunca lo que va a traernos, lo que nos va a pasar. Es lo esencialmente inseguro.»


«La idea recibida por nosotros de Aristóteles según la cual el hombre es por naturaleza social, al no expresar sino un lado de la verdad que deja encubierto el otro, es una idea falsísima. Pues la verdad es que en toda convivencia humana hay, claro está, fuerzas y tendencias de socialidad -de otro modo los hombres vivirían dispersos- pero junto a ellas existen siempre fuerzas y tendencias de disociación, disociales o antisociales. El criminal no es sino el caso más grueso. y menos importante de ello. 

Toda sociedad es, pues, a la vez di-sociedad o, enunciado de otro modo, toda sociedad humana es, en cuanto pretensión de ser sociedad, un fracaso, esto es, una realidad enferma. De aquí que a las fuerzas y tendencias disociativas tenga que oponer la convivencia o colectividad una fuerza artifialmente organizada, que es el poder público, en suma, el Estado.

Es una ingenuidad de los anarquistas creer que es posible prescindir del Estado o poder público pero es también una beatería, un utopismo de los juristas creer que el Estado es, por sí, algo bueno y sano. En modo alguno: la existencia e ineludibilidad del Estado procede de que la sociedad está, más o menos, siempre enferma y necesita terapéuticamente regularse mediante un poder público que reprime e impide el triunfo de las fuerzas disociales. El Estado es un aparato ortopédico que la colectividad se pone a sí mima para subsistir.

Ahora bien, un aparato ortopédico es ya, por sí y sin más, un mal y por perfecto que sea es siempre deficiente. Mas creado para evitar las luchas dentro de la sociedad, para imponer orden, trae consigo que cada grupo social aspire a hacerse dueño del poder público, es decir, del Estado, con lo cual engendra nuevas luchas. La lucha por adueñarse del poder público es lo que con una vaguísima palabra que casi nadie sabe lo que, en rigor significa, se llama Política.»

SINOPSIS: «La rebelión de las masas», de Ortega y Gasset.

«Traducido al inglés y al alemán nada más publicarse, este libro se convirtió en un best-seller y a su autor en una referencia internacional. El filósofo analiza la desmoralización de la sociedad europea producida por el imperio del hombre-masa, un tipo de hombre nacido del desarrollo científico-técnico y del liberalismo del siglo XIX pero arisco a su pasado y decidido a imponer su propia vulgaridad por medio de la acción directa, la cual llevó en política a los totalitarismos fascista y bolchevique. Frente a los mismos, el autor hace una nítida defensa de la democracia liberal y una clara apuesta por la constitución de unos Estados Unidos de Europa como proyecto de futuro. Ortega es uno de los padres intelectuales de la Unión Europea.»

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