Martha Nussbaum. Ciudadelas de la soberbia.
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«Pues bien, definimos el sexismo como un sistema de creencias por el que se considera que la mujeres son inferiores a los hombres en unos sentidos determinados. Un sexista se vale de ese sistema de creencias para negar a las mujeres su derecho al sufragio, a la educación superior, etc. La misoginia, sin embargo, es un mecanismo de imposición: el misógino se enroca en el mantenimiento de un privilegio arraigado y, simplemente, está decidido a no dejar que las mujeres participen de él (el misógino no odia necesariamente a las mujeres, como pueden sugerir algunas acepciones habituales de ese término; es más común que lo motive el egoísmo y la mera negativa a admitir a mujeres en el mundo del privilegio masculino). Con frecuencia, esas dos manera de abordar las demandas de las mujeres aparecen entremezcladas: así, el misógino suele invocar argumentos sexistas para vetar la entrada a las mujeres. Pero si escarbamos más a fondo, normalmente podemos descubrir cuál de los dos enfoques es el primario. Las ideas sexistas son frágiles y tienden a ser desmentidas por la evidencia. De ahí que difícilmente encontremos a alguien que trate de fundamentarse demasiado en ellas.»
«A veces, las personas se aferran más intensamente a un tipo o motivo de orgullo cuando se sienten inseguras a propósito de otro. Y hay un tipo de soberbia en la que todos los hombres pueden refugiarse, aun cuando se sientan vulnerables por su clase, su raza, su poder político, su empleo u otras fuentes de ventaja o desventaja jerárquica: me refiero a la soberbia masculina de género. Hablamos de un tipo de orgullo que se enseña en todas las sociedades y en todos los grupos dentro de estas, y que otorga un lugar de superioridad a varones que pueden no tener ninguna otra ventaja jerárquica a la que acogerse.»
«Las mujeres se niegan a jugar con las reglas de antaño. Tú te esperabas un objeto dócil y, de pronto, ese objeto reivindica cosas e intenta que se le reconozca como una persona de pleno derecho. En una situación así, hay un margen indefinido para que aflore una ira que es obsesiva (solo importa el ego herido), muy punitivo-vengativa (las mujeres se merecen una «paliza» por desairar a los hombres y sus demandas) y enfocada en reflotar el ego, en vez de en crear un mundo nuevo de responsabilidad y reconocimiento compartidos.
La cosificación es un fenómeno muy conocido en la vida social. La instrumentalización de las personas, con la consiguiente negación de la autonomía y la subjetividad de estas, tiene una fuente interior profunda: el vicio de la soberbia, para el que las otras personas (o, como mínimo, otros grupos de personas) no son del todo reales, y para el que el yo es el foco de la visión y el esfuerzo prácticos. La envidia y el resentimiento son parientes cercanos de la soberbia, porque reproducen su tendencia a negar una visión amorosa de la humanidad, y a enroscar el yo personal sobre sí mismo.»
«El asco proyectivo es una notoria fuente de resistencia a dar crédito a los testimonios de violencia sexual que facilitan las propias mujeres: seguro que son unas «guarras», seguro que lo estaban «pidiendo a gritos». Como veremos, una forma repetida de eludir la búsqueda de justicia legal de las mujeres es tratrarlas de ese modo, como si no fueran más que mugre y suciedad.
El asco proyectivo es un pariente narcisista de la soberbia. Las personas que representan a un grupo de seres humanos como si fueran subhumanos, animales, repugnantes, al tiempo que se ven a sí mismas como trascendentes, limpias y puras, se están engañando y se están negando a mirar al mundo como es. Todos somos animales y decir que yo no soy un animal y tú sí lo eres es una mentira narcisista. Ahora bien, el asco difiere sutilmente de la soberbia dantesca. Los soberbios solo se miran a sí mismos, como argollas vueltas sobre sí. Los asqueados se niegan a mirarse. No es que tengan tampoco una mirada clara del mundo, pero cuando se fijan en ellos mismos se ven en un espejo mágico que representa su yo como un ser angélico y no animal.
Nacer en un grupo dominante es una gran suerte (en cierto sentido), porque abre muchas oportunidades para cultivarse como persona y para participar en los ámbitos político, laboral y social. Pero podemos ver que suele ser también una desgracia moral, pues induce a la persona, desde joven, a adquirir unos vicios muy graves conducentes a la cosificación y la utilización de otros seres humanos.»
«Para las mujeres, la conquista de la protección de su autonomía y su dignidad en el trabajo ha sido el resultado de una larga batalla en la que la ley y la teoría jurídica han desempeñado un papel determinante, y en la que las mujeres han asumido las riendas de la creatividad jurídico-legal.
En los pacíficos años de la posguerra que, a veces, tendemos a idealizar como una época en la que Estados Unidos iba bien y la familia estadounidense permanecía unida, las mujeres que podían permitirse quedarse en casa rara vez trabajaban (y por trabajar se entiende aquí trabajo asalariado, pues es evidente que sí realizaban un inmenso volumen de labores muy valiosas en el hogar). A las mujeres que sí trabajaban fuera de casa, el mundo laboral les ofrecía muy pocas vías de empoderamiento, y la mayoría estaban condenadas a realizar tareas de carácter repetitivo y de bajo nivel a las órdenes de unos hombres que esperaban de ellas que las cumplieran con sumisa obediencia.
El lugar de trabajo estaba configurado por hombres y era un expresivo reflejo de lo que a estos les gustaba y de cómo les apetecía comportarse. Los hombres esperaban de ellas deferencia y, muchas veces, algo más. Las bromas sexuales, las proposiciones sexuales y la petición de favores sexuales como condición para trabajar allí eran fenómenos muy extendidos.
Siempre hubo muchos hombres que respetaban a las mujeres y que jamás mostraban con ellas ese tipo de comportamientos. Pero incluso ellos solían no tener ni idea de cómo tratar con sus compañeros de trabajo varones que se pasaban el día insinuándose impertinentemente a las trabajadoras, o que no sabían tratar a las mujeres más que lanzándoles indirectas sexuales, o que las menospreciaban con comentarios alusivos a otros estereotipos de género (su voz aguda, su baja estatura o, peor aún, su presunta idiotez).»
«Un aspecto muy útil de la ley es que es impersonal. De ese modo, protege a aquellas personas que, aun teniendo buenas intenciones, no andan sobradas de determinación. Gracias a la ley, ya no hace falta que se involucren personalmente en la lucha por la igualdad de las mujeres; basta con que recuerden a los infractores la evidente conveniencia de que es comporten conforme a la normativa legal. En la actualidad se puede ver que ese giro hacia la ley ha tenido muy buenos efectos en el ámbito del acoso sexual y ha disuadido gran parte de los comportamientos existentes hasta hace pocos años, ha educado a la sociedad sobre la importancia de la dignidad de las mujeres, ha servido como expresión pública de la importancia de esa dignidad, y ha proporcionado una justificación a la que los bienintencionados indecisos pueden «asirse» a la hora de reprender a algunos de sus compañeros.»
«Los dos tipos de acoso sexual que han sido reconocidos como tales por la Justicia son el de quid pro quo y el del entorno hostil. Ambos implican un poder asimétrico. Es un acoso con quid pro quo cuando a la demandante se le dio en su día algún tipo de ultimátum sexual. En los casos de acoso que se crea un entorno hostil, sin embargo, existe una presión más difusa para que la demandante tolere algo que no desea: puede se una presión para que acepte mantener relaciones sexuales, pero puede ser también una sexualización más difusa de las relaciones de trabajo. En ambos casos, no podemos apreciar realmente qué está mal hasta que vemos que, en la práctica, la mujer está atrapada: tolera una situación abusiva porque esta se ha convertido en una condición para seguir trabajando allí.»
«La soberbia vuelve la mirada de la persona hacia dentro. La igualdad de respeto que merecemos todos obliga a que nos miremos unos a otros a los ojos, reconociéndonos en el hecho de que todos somos reales por igual. La violación ha estado tipificada como delito en el derecho penal de este país durante la mayor parte de la historia, pero con criterios inadecuados y definiciones miopes, fundadas en estereotipos. Aun así, el derecho tenía cierta concepción aproximada de ese delito, por lo que, más que crear legislación o jurisprudencia desde cero, lo que hubo que hacer fue modernizar y reformular el derecho ya existente.
La cosa fue muy distinta, sin embargo, con la cuestión del acoso sexual en el trabajo. Aunque el delito en cuestión fuese un fenómeno habitual, la ley simplemente no lo veía: podría decirse que ella misma estaba afectada de soberbia. Los jueces varones miraban en el fuero interno de otros varones, en vez de a las experiencias de las mujeres y las generalizadas negaciones de su autonomía laboral. Y la ley también miraba hacia dentro con ellos.»
«También han sido víctimas de agresión. y acoso sexuales muchos varones por parte de hombres poderosos. Y el abuso sexual es, en ciertos casos, la expresión de un abuso de poder más general que cometen hombres que se consideran por encima de la ley. Hace tiempo que las mujeres defienden que el abuso sexual tiene que ver sobre todo con el poder y su abuso, y que solo es sexual en segundo término. Yo estoy de acuerdo. Sus verdaderos problemas son la soberbia y la cosificación, el no dar a otras personas el pleno respeto que merecen como seres humanos iguales que cualquiera otros.
Esa ausencia de respeto está ligada culturalmente al sexo masculino porque son los hombres quienes dominan en muchas de las grandes estructuras extendidas de poder, pero no hay razón para pensar que sus víctimas solo van a ser las mujeres. Cualquier persona en una posición inferior en la jerarquía de poder es vulnerable al abuso, y también cuando el varón poderoso tiene una orientación homosexual puede sexualizar ese abuso.»
«Los abusadores se escudan a menudo no solo tras este «mito de la autenticidad», sino también tras otro que invade todas las artes escénicas y, en el fondo, todo el arte en general. Es un mito muy antiguo que se remonta, al menos, a los tiempos del Romanticismo. Me refiero a la idea de que la constricción de las normal y las reglas sociales al uso es mala para los artistas. A estos hay que permitirles ser transgresores, romper con las normas, pues, de lo contrario, se reprime su creatividad. La genialidad trasciende el bien y el mal.
Pues bien, este mito es básicamente falso: hay muchos artistas que son perfectamente capaces de mantener un límite entre su libertad interior en el ámbito de la creación y su manera de vivir fuera de este. No obstante, el mito está tan generalizado que, para muchos, puede convertirse en una profecía autocumplida. Un artista que cree sinceramente que el quebrantamiento de las normas de la sociedad es una condición necesaria para su éxito adquiere por hábito una incapacidad para crear sin transgredir.
Es muy revelador que el mito haga referencia en una inmensa mayoría de los casos a la creatividad masculina, y que lo usen los varones para referirse a los propios hombres. Y también es revelador que aluda principalmente a las normas sexuales. No se me ocurre ningún artista al que haya conocido que pensara que la necesidad de ser creativo le daba licencia para cometer hurtos o robos en viviendas. Para un reducido número de hombres de talento se trata, a fin de cuentas, pues, de una forma muy oportuna de llegar a esa conclusión tan propia de la soberbia masculina: «Yo estoy por encima de las leyes sexuales, y hay otras personas, pero no son del todo reales».»
«Para que las artes que amamos experimenten una pujanza, necesitan alimentarse de grandes estrellas. Estas son las que generan tanto ventas de entradas como donaciones de patrocinadores. Aunque no nos guste el poder de esas estrellas ni su influencia, si queremos que el arte que amamos perdure y progrese, puede que nos cueste mucho librarnos de ellas, por muy mal que se porten. Y también hay a quienes no les importa tanto la salud del arte en cuestión como rentabilizar el dinero que han invertido en él. De ahí que a algunas estrellas cuyos talentos hacen que otros se lucren solo se las obligue a rendir cuentas de su mala conducta cuando ya están demasiado viejas y enfermas como para seguir siendo rentables.»
«La ley -si refleja adecuadamente los valores de la igualdad de respeto y de la no cosificación, y si, siendo buena, se hace cumplir de forma efectiva- libera a las personas bienintencionadas de la obligación de librar agotadoras luchas por su cuenta y riesgo. La ley nos proporciona un bastión en el que apoyar nuestros esfuerzos individuales. Es cierto que no es un baluarte ideal y que puede presentar goteras en ocasiones, pero es asombrosa la diferencia que marca el simple hecho de que se reconozca que el acoso sexual en el trabajo no es una cuestión meramente personal -es decir, que no es solo un caso de mala suerte-, sino que también es ilegal.»
«En esta época actual de denuncia justificada y de incesante alerta ante la injusticia, creo que las feministas también deberían ser, por encima de todo, personas de amor. Igual que hay mujeres que reivindican que sus voces sean escuchadas, todas deberíamos decidirnos a escucharnos unas a otras con todas nuestras diferencias, y a escuchar también las voces de los hombres (tanto de los que están de acuerdo con nosotras como de los que no lo están, y tanto de los que se han sabido comportar como de los que no), y crear una cultura dialógica que sea asimismo una cultura de imaginación empática. Escuchar y oír en un clima de respeto por la potencialidad humana.
Y dado que a veces es imposible ver ese potencial, también deberíamos ser personas dotadas de fe práctica, y de confianza, aun cuando, hasta cierto punto, esta todavía sea injustificada e injustificable. Incluso allí donde la esperanza no se puede sostener con razones -y, en el fondo, la esperanza nunca se puede sostener del todo con razones-, las feministas deberíamos ser personas de esperanza: esperanza de que la relación entre mujeres y hombres, hasta ahora basada en la dominación, pueda vivir lo que Lincoln llamó «un nuevo nacimiento de la libertad», a medida que la mutualidad y el respeto por la autonomía vayan ocupando progresivamente el lugar de la soberbia. Solo esa libertad nueva y ese amor pueden dar lugar realmente a una paz justa y duradera.»
SINOPSIS: «Ciudadelas de la soberbia», de Martha Nussbaum.
«Martha C. Nussbaum, reconocida por su elocuencia y clara visión moral, muestra cómo el abuso y el acoso sexual derivan del uso de las personas como cosas en beneficio propio; al igual que otras formas de explotación, están arraigadas en el desagradable sentimiento de orgullo. Así, la autora denuncia la existencia de tres «Ciudadelas de la soberbia» desde cuya cúspide los hombres todavía acaparan todo el poder: el poder judicial, las artes y los deportes.
En Ciudadelas de la soberbia, Nussbaum analiza cómo dicho orgullo perpetúa el abuso sexual sistémico, el narcisismo y la masculinidad tóxica. El coraje de muchos ha provocado algunas reformas, pero la justicia sigue siendo esquiva, pervertida a veces por el dinero, el poder o la inercia; y también por un deseo colectivo de venganza.
Al analizar los efectos de la ley y las políticas públicas en la definición de violencia sexual, Nussbaum aclara cómo las brechas en las leyes permiten, en muchas ocasiones, que esta violencia prolifere y de qué manera dichas fisuras deben complementarse con una comprensión de las emociones distorsionadas que generan el abuso; y por qué la ira y la venganza rara vez logran un cambio duradero.
Ciudadelas de la soberbia ofrece una acusación condenatoria de la cultura del poder masculino que aísla a los abusadores poderosos de la responsabilidad. Sin embargo, Nussbaum ofrece un camino esperanzador a seguir, y visualiza un futuro en el que, a medida que las víctimas se movilizan para contar sus historias y las instituciones persiguen una reforma justa y matizada, podríamos reconocer plenamente la igual dignidad de todas las personas.»
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