Nuria Labari. El último hombre blanco.

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«En los despachos donde se toman las decisiones, nadie escucha a las mujeres que gritan en la calle. Por eso no habrá turno de preguntas para ellas en ningún consejo de administración por muy paritaria que llegue a ser la representación femenina, por mucho que mejoren las estadísticas, al final no basta con eso. No es tan sencillo, porque aquí arriba, al otro lado del techo de cristal, en la cumbre donde vivimos los que conseguimos pasar al otro lado, resulta que solo hay tíos. Es verdad que vamos llegando algunas mujeres, pero, si tienes una vulva entre las piernas, entonces habrás trabajado más que el resto para llegar aquí, habrás tenido que ser más fuerte que la mayoría, más agresiva y más hombre que cualquiera de los que nacieron con el privilegio.»


«Como todas las mujeres que he conocido en mi vida, he sentido que tenía que ser la mejor para llegar a ser simplemente uno más.»


«La filósofa judía Hannah Arendt asistió al juicio y definió a Eichmann como una persona «terrible y temiblemente normal». Es posible que Eichmann no fuera de entrada un maníaco antisemita sino un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso empleado. La clase de persona que cumple las normas todos los días, que siempre llega puntual, que termina lo que empieza, que hace lo que le dicen, que trata de ascender en su empresa. Él nos demuestra que, tanto si nos gusta como si no, antes o después nos convertimos en aquello que hacemos. Y que hacerlo bien no nos convierte en buenas personas, sino en monstruos perfectos.»


«Una prisión mental no es un sitio donde no quieras estar, sino un lugar del que no podrías salir aunque quisieras. Es aquello que, aunque es tuyo, aunque crees que lo elegiste tú, en realidad fue diseñado por otros. Es donde te sientes libre mientras cumples unas normas que nunca podrás cambiar. Es donde la vida se te escapa.»


«Desear es el motor de los sueños, y él podía tenerlos todos. Por eso me pareció muy razonable que él pudiera ser lo que quisiera y yo no. Aquel día comprendí lo que significa ser una chica. Y a los catorce años ya iba siendo hora de empezar a imaginar el mundo tal como era.»


«A menudo la ciencia no es más que la manera masculina de nombrar a los fantasmas, por eso está llena de manos invisibles y visiones fantásticas. Cuando las visiones son de mujeres se atribuyen a la intuición, la magia o el esoterismo, que son mucho más baratos.»


«El drama del trabajador contemporáneo es comparable a cualquier tragedia griega: el trabajo nos arranca el carácter y nos convierte en personajes con un destino. Cada uno cumplirá con el suyo, aun cuando crea que está tomando decisiones personales. Sin embargo, estas decisiones serán siempre las mismas para los futuros empleados. Ir a la universidad, terminar un máster, hablar bien inglés, vivir en el extranjero, enamorarse, casarse, comprarse una casa (y después una segunda), tener un hijo, tener un coche más grande o más caro, tener más hijos, plantar un árbol…Y, en todo momento, ganar suficiente dinero para disfrutar realmente de todo lo anterior.»


«Y lo que siento ahora es vergüenza cuando el profesor pregunta por la profesión de nuestras madres y me toca decir en voz alta la de la mía, delante de todos: ama de casa. Y siento que es como decir «fracasada y rendida» y que todos van a darse cuenta. Siento muchísima vergüenza por ella, pero sobre todo por mí. Preferiría poder decir camarera, cajera, dependiente, hasta limpiadora preferiría. En cambio, el hecho de que mi madre nadie le pague por su trabajo me parece que es como decir en voz alta que ella no vale nada.»


«El viento, como se sabe, es invisible, y por eso sus víctimas parecen enajenadas. ¿Acaso están locas las mujeres? ¿No es evidente que se quejan por asuntos que solo unas pocas dicen distinguir? Siempre es igual, el éxito que acumulan es proporcional a su inseguridad y, al mismo tiempo, el eco de la injusticia sopla sin cesar. 

Sabemos que el viento es un atenuante legal en muchos países del mundo: si en Canadá, Austria, Alemania y algunas zonas de Argentina cometes un crimen cuando sopla el foehn, es muy posible que te rebajen tu condena. Del mismo modo, ser mujer debería ser también un atenuante legal en situaciones de violencia laboral. Después de todo, ser una mujer trabajadora es avanzar contra el mismo viento que ayuda a despegar a los hombres. ¿Quién no se volvería loca?»


«El dinero es así: no se detiene ante nada, y mucho menos ante la carne. Por eso hay tantos hombres convencidos de que el cuerpo de las mujeres les pertenece, puesto que, de una u otra manera, sienten que están pagando por su uso. Lo sé porque, como tantas otras antes que yo, he crecido a la sombra de esa amenaza, la de poner precio a mi cuerpo y echarlo a vivir con cualquier hombre enamorado cuyo salario fuera capaz de cubrir su mantenimiento y el de nuestra prole. Es algo que ha sucedido históricamente así, gracias a la división sexual del trabajo. Ellos ganaban el dinero y compraban la casa, el coche, el cuerpo femenino y hasta el cuerpo de casa, que es como se llamaba hasta hace bien poco, el servicio doméstico.»


«¿Tiempo o cuerpo? No se puede tener todo. La elección correcta es siempre el reloj, pues el techo salarial de la carne es realmente bajo y la única cualidad que se le reconoce en el mercado es la de ser fácilmente sustituible. Por eso los trabajadores peor pagados son los que utilizan su cuerpo como herramienta laboral, como las trabajadoras sexuales, los repartidores de Glovo o las empleadas del hogar. 

Siempre es igual, si vendes tu cuerpo te pagan en míseras horas; si vendes tu tiempo, en legítimos meses, y si vendes tu alma es posible que llegues a cobrar trimestral o incluso anualmente. Pero en todos los casos la carne se ha convertido en un territorio precario y cortoplacista, igual que la juventud. Y de entre todas las carnes, incluida la de los animales, ninguna es tan barata como la de una mujer. Es así porque el cuerpo femenino se vende también por partes, como el de los animales muertos en la carnicería, solo que estando aún vivas. Hasta sus vientres se alquilan.»


«A veces tengo que recordarme que no gano más que él por ninguna injusticia estructural. Si gano más es porque trabajo más y porque él ha aceptado que sea así. João no es un ama de casa de los años cincuenta que me espera con la cena lista y me coloca las zapatillas a los pies de la cama, él no se siente encerrado en el espacio doméstico ni intenta buscar un trabajo para igualar nuestros ingresos o para hacer más pequeña la diferencia. Porque él no padece la injusticia que nos separa, sino que la disfruta.»


«Los solucionadores de problemas no escuchamos; es una característica de los buenos profesionales, aunque no se valore igual en los buenos amigos. En el mundo laboral nadie tiene verdaderos amigos, todo es intercambio de beneficios. En todo caso, somos gente muy educada y prestamos mucha atención cuando alguien habla. Analizamos la información, abrimos mucho los ojos y finalmente ofrecemos la mejor solución. Pero escuchar no es eso. Escuchar es algo que solo pueden hacer los humanos. Esther aún puede hacerlo.

Yo, en cambio, soy más lista, más rápida y eficaz que la mayoría. ¿Acaso no basta con eso? Yo sé pensar como es debido, pero no puedo consolarla por las estrías de sus pechos. Yo no sé cómo hacer que las personas que amo no se sientan solas, ni siquiera sé cómo dejar de sentir mi propia soledad. Lo malo de intentar ser la mejor es que allí donde vas solo puede quedar una. Y lo peor de conseguirlo es la soledad que te invade: no se oye ni una voz. Nada, solo el silencio infalible de la eficacia.»

SINOPSIS: «El último hombre blanco», de Nuria Labari.

«A sus cuarenta y cuatro años, la mujer que protagoniza esta novela se ha convertido en un auténtico «hombre» de negocios: gana doscientos mil euros al año y ha modelado su cuerpo, su tiempo, su lenguaje y hasta sus relaciones sexuales para conseguir tener tanto poder como un hombre, ser aceptada en sus círculos, ganarse su total confianza y convertirse, por fin, en uno de ellos. En la cima de su carrera profesional, cuando lleva años viviendo, pensando y ganando exactamente lo mismo que sus colegas masculinos, echa la vista atrás y observa su metamorfosis, desde la primera vez que pensó que había nacido en el bando equivocado hasta el momento en que comprende que su éxito profesional es también el resultado de una monstruosa transformación personal.

El último hombre blanco puede leerse como la crónica de una infiltrada en las costuras del mercado laboral o como el testimonio de un hombre poderoso y opaco que por primera vez toma la palabra dispuesto a decir la verdad. La prosa incisiva y lúcida de Nuria Labari sirve para contar la historia de una mujer que creyó que necesitaba escalar una montaña y de cómo, una vez que consiguió llegar a la cumbre, deseó hacerla estallar.»

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