Betty Friedan. La mística de la feminidad.
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«Si no me equivoco, el malestar que no tiene nombre que perturba las mentes de tantas mujeres estadounidenses de hoy en día no es una cuestión de pérdida de la feminidad ni de demasiados estudios ni de las exigencias de la vida doméstica. Es mucho más importante de lo que nadie reconoce. Es la clave de esos otros problemas nuevos y viejos que llevan años torturando a las mujeres y a sus maridos e hijos, y desconcertando a los médicos y a los responsables del mundo educativo. Bien pudiera ser la clave de nuestro futuro como nación y como cultura. No podemos seguir ignorando esa voz que resuena en el interior de las mujeres y que dice: Quiero algo más que mi marido, mis hijos y mi hogar.»
«Las ideas no son como los instintos naturales, que brotan en la mente en estado puro. Se comunican a través de la educación, de la palabra impresa. Las nuevas y jóvenes amas de casa, que abandonan el instituto y el college para casarse, no leen libros, según revelan las encuesta del campo de la psicología. Solo leen revistas. Las revistas actuales dan por hecho que a las mujeres no les interesan las ideas.»
«La imagen de la mujer decente que regía las vidas de las damas de la época victoriana sencillamente no contemplaba el sexo. ¿Acaso la imagen que rige la vida de las mujeres estadounidenses también descarta alguna cosa, la orgullosa imagen pública de la chica estudiante de instituto que se echa novio, de la universitaria enamorada, del ama de casa de barrio residencial con un marido que va y viene y un coche ranchera lleno de criaturas?
Esa imagen -que han creado las revistas femeninas, los anuncios, la televisión, el cine, las novelas, las columnas de periódicos y los libros de expertos en matrimonio y familia, en psicología infantil y en adaptación sexual, así como de quienes han popularizado la sociología y el psicoanálisis- da forma a la vida actual de las mujeres y refleja sus sueños. Tal vez ofrezca una clave que permita comprender el malestar que no tiene nombre, de la misma manera que un sueño permite comprender un deseo que el soñador no nombra.»
«Aquella era la imagen de la mujer estadounidense el año en que Castro lideró la revolución en Cuba y en que a los hombres se les entrenaba para viajar al espacio; el año en que el continente africano vio nacer nuevas naciones y en que un avión cuya velocidad es superior a la del sonido interrumpió una Conferencia Cumbre; el año en que los artistas se manifestaron delante de un gran museo en protesta contra la hegemonía del arte abstracto; los físicos exploraban el concepto de la antimateria los astrónomos, gracias a los nuevos radiotelescopios, tuvieron que modificar sus teorías acerca del universo en expansión; los biólogos dieron un gran paso adelante en la química fundamental de la vida; y la juventud negra de las escuelas del sur obligó a Estados Unidos, por primera vez desde la guerra civil, a hacer frente a un momento de verdad democrática.
Pero aquella revista, que se publicaba para más de cinco millones de mujeres estadounidenses, la mayoría de las cuales habían ido al instituto y la mitad de las cuales al college, no hacía prácticamente alusión al mundo más allá del hogar. En la segunda mitad del sigo XX en Norteamérica, el mundo de las mujeres se limitaba a su propio cuerpo y a su belleza, a seducir a los hombres, a parir hijos, a cuidar físicamente y a servir a su marido y a sus hijos y a ocuparse del hogar. Y aquello no era una anomalía de un único número de una única revista.»
«Aquellas revistas no estaban escritas pensando en mujeres de carrera. Las heroínas de la Nueva Mujer eran el referente de las amas de casa de ayer; reflejaban los sueños, mostraban como en un espejo el anhelo de identidad y un sentido de lo posible que ya tenían las mujeres entonces. Y si las mujeres no podían tener esos sueños para ellas mismas, los querían para sus hijas. Querían que sus hijas fueran algo más que amas de casa, que salieran al mundo que se les había negado a ellas.
Es como recordar un sueño que ha caído en el olvido, volver a capturar la memoria de lo que una carrera significaba para las mujeres antes de que «mujer de carrera» se convirtiera en un insulto en Estados Unidos.»
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«La mística de la feminidad afirma que el más alto valor y el único compromiso de las mujeres es la realización de su propia feminidad. Afirma que el gran error de la cultura occidental, a lo largo de la mayor parte de su historia, ha sido minusvalorar esa feminidad. Afirma que esa feminidad es tan misteriosa e intuitiva y está tan próxima a la creación y al origen de la vida que la ciencia artificial nunca será capaz de comprenderlas. Pero por muy especial y diferente que sea, en ningún caso es inferior a la naturaleza del varón; incluso en algunos aspectos podría ser superior.
El error, afirma la mística, la raíz de los males de las mujeres en el pasado, es que éstas envidiaban a los hombres y trataban de ser como ellos en lugar de aceptar su propia naturaleza, que solo puede hallar la plenitud a través de la pasividad sexual, la dominación masculina y el nutricio amor maternal.»
«En la década de 1950, las revistas prácticamente no publicaban más que aquellos artículos que les pudieran ser de utilidad a las mujeres en su calidad de amas de casa, que describieran a las mujeres como amas de casa o con las que las mujeres se pudieran identificar en el plano puramente femenino, como los duques de Windsor o la princesa Margarita.»
«Por consiguiente, la lógica de la mística de la feminidad redefinió la mismísima naturaleza del malestar de la mujer. Cuando la mujer se veía como una persona de ilimitado potencial humano, igual al hombre, cualquier cosa que le impidiera alcanzar su pleno potencial era un problema que había que resolver: barreras para la educación superior y participación política, discriminación o prejuicios ante la ley o la moral.
Pero ahora que la mujer solo se ve desde la perspectiva de su rol sexual, las barreras para alcanzar su pleno potencial, los prejuicios que niegan su plena participación en el mundo, han dejado de ser problemas. Los únicos problemas que existen en la actualidad son aquellos que puedan entorpecer su adaptación al rol de ama de casa. Por eso la carrera es un problema, la educación es un problema, el interés por la política, incluso el mismísimo reconocimiento de la inteligencia de las mujeres y de su individualidad es un problema.»
«Los pensadores de otros tiempos propusieron la idea que que la gente venía, en gran medida, definida por el trabajo que hacía. El trabajo que un hombre tenía que hacer para poder comer, para mantenerse en vida, para satisfacer las necesidades físicas de su entorno, dictaba su identidad. Y en este sentido, cuando el trabajo se considera meramente como un medio de supervivencia, la identidad humana viene dictada por la biología.
Pero hoy en día el problema de la identidad humana ha cambiado. Porque el trabajo que definía el lugar del hombre en la sociedad y su percepción de sí mismo también han cambiado el mundo del hombre. El trabajo y el progreso del conocimiento han reducido la dependencia del hombre con respecto a su entorno; su biología y el trabajo que tiene que hacer para garantizar su supervivencia biológica ya no son suficientes para definir su identidad. Esto se ve con mayor claridad en nuestra propia sociedad de la abundancia; los hombres ya no necesitan trabajar todo el día para poder comer. Tienen una libertad sin precedentes para elegir el tipo de trabajo que harán y también tienen una cantidad sin precedentes de tiempo aparte de las horas y los días que deben dedicar a ganarse la vida.
Y de repente nos damos cuenta de la importancia de la crisis de identidad actual, para las mujeres y, cada vez más, para los varones. Vemos la importancia humana del trabajo, no solo como medio para nuestra supervivencia biológica, sino también como fuente de identidad y vía para trascender la identidad, como vía para la creación de identidad humana y de evolución humana.»
«Los detalles materiales de la vida, la carga diaria de tener que cocinar y limpiar, de satisfacer las necesidades físicas del marido y de los hijos, éstos son los que de hecho definían el mundo de una mujer hace un siglo, cuando los norteamericanos eran pioneros y cuando la frontera norteamericana delimitaba el territorio conquistado.
Pero las mujeres que viajaron al oeste en los vagones de tren también compartían el objetivo pionero. Ahora las fronteras norteamericanas son de la mente y del espíritu. El amor, los hijos y el hogar son cosas buenas, pero no son lo único que hay en el mundo, aun cuando la mayoría de las palabras que ahora se escriben para las mujeres pretendan trasladar esa idea.»
«No deja de ser algo más que una extraña paradoja el que, ahora que todas las profesiones por fin han abierto sus puertas a las mujeres en Estados Unidos, «mujer de carrera» se haya convertido en una palabra malsonante; que ahora que cualquier mujer que tenga capacidad para ello pueda acceder a la educación superior, los estudios sean objeto de semejante sospecha que cada vez son más las que abandonan el instituto y el college para casarse y tener hijos; y que cuando tantos roles en la sociedad moderna están al alcance de su mano, las mujeres se limiten tan insistentemente a un único rol.
¿Por qué, con la eliminación de todas las barreras legales, políticas, económicas y educativas que en otros momentos impidieron que las mujeres tuvieran las mismas oportunidades que los hombres, una persona por derecho propio, un individuo libre para desarrollar su propio potencial, habría de aceptar esta nueva imagen que insiste en que ella no es una persona sino una «mujer», por definición privada de la libertad de la existencia humana y de tener voz en el destino de la humanidad?»
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«Mi tesis es que el núcleo del malestar de las mujeres hoy en día no es sexual sino que se trata de un problema de identidad -una atrofia o un evadirse del crecimiento que perpetúa la mística de la feminidad. Mi tesis es que, del mismo modo que la cultura victoriana no les permitía a las mujeres aceptar o satisfacer sus necesidades sexuales básicas, nuestra cultura no les permite a las mujeres aceptar o satisfacer la necesidad básica de crecer y desarrollar su potencial como seres humanos, necesidad que no se define exclusivamente a través de su rol sexual.»
«El eterno femenino, la mujer infantil, el sitio de la mujer es el hogar. Eso es lo que les decían. Pero el hombre estaba cambiando: su lugar se hallaba en el mundo y el mundo se estaba ampliando. La mujeres se estaban quedando atrás. La anatomía era su destino; podía morir al dar a luz o vivir para llegar a los treinta y cinco o parir a los doce, mientras que el hombre controlaba su destino con esa parte de su anatomía que ningún animal posee: su mente.
Las mujeres también tenían mente. Y también tenían la necesidad humana de crecer. Pero el trabajo que alimenta la vida y hace que avance ya no se hacía en casa, y a las mujeres no se las formaba para comprender el mundo y trabajar en él. Recluida en el hogar, como una niña más entre sus niños, pasiva, sin que ninguna parte de su existencia estuviera bajo su propio control, una mujer solo podía existir agradando al hombre. Dependía totalmente de la protección de éste en un mundo en cuyo diseño no participaba. El mundo masculino. Nunca pudo crecer para plantear preguntas humanas tan sencillas como ¿Quién soy? ¿Qué es lo que quiero?»
«Nadie puede cuestionar la genialidad básica de los descubrimientos de Freud ni su contribución a nuestra cultura. Tampoco yo cuestiono la eficacia del psicoanálisis tal como la practican hoy en día los freudianos o los antifreudianos. Pero cuestiono, desde mi propia experiencia como mujer, y desde mi conocimiento de otras mujeres como periodista, la aplicación de la teoría freudiana de la feminidad a las mujeres de hoy en día. Cuestiono su utilización, no en la terapia, sino tal como se ha filtrado en las vidas de las mujeres norteamericanas, a través de las revistas populares y de las opiniones e interpretaciones de quienes se llaman expertos.
Considero que gran parte de la teoría freudiana sobre las mujeres está obsoleta, constituye un obstáculo a la verdad que necesitan las mujeres en Estados Unidos hoy en día y es una causa fundamental del tan generalizado malestar que no tiene nombre.»
«Se suele aceptar generalmente que Freud fue un observador sumamente perspicaz y preciso de importantes problemas referentes a la personalidad humana. Pero a la hora de describir e interpretar dichos problemas, fue prisionero de su propia cultura. Estaba creando un nuevo marco para nuestra cultura pero no pudo sustraerse del marco de la suya propia. Ni siquiera su genialidad pudo darle entonces el conocimiento de los procesos culturales con los que los hombres que no son genios crecen en la actualidad.
La relatividad del físico, que en años recientes ha cambiado todo nuestro planteamiento del conocimiento científico, es más dura y, por lo tanto, más fácil de entender que la relatividad del experto en ciencias sociales. Decir que ningún científico social puede liberarse del todo de la cárcel de su propia cultura no es un eslogan, sino una afirmación fundamental acerca de la verdad; éste solo puede interpretar lo que observa en el marco científico de su propia época.
Esto es cierto incluso en el caso de los grandes innovadores. No pueden evitar traducir sus observaciones revolucionarias a un lenguaje y unas normas que han sido determinadas por el progreso de la ciencia hasta ese momento. Incluso los descubrimientos que crean nuevas normas son relativos al punto de mira de su creador.»
«El funcionalismo, originalmente centrado en la antropología y la sociología culturales y que se extendía hasta abarcar el campo aplicado de la educación para la vida familiar, empezó como un intento de convertir las ciencias sociales en algo más «científico», al adoptar de la biología la idea de estudiar las instituciones como si fueran músculos o huesos, en términos de su «estructura» y «función» en el cuerpo social.
Al estudiar una institución exclusivamente desde la perspectiva de su función dentro de su propia sociedad, los especialistas en ciencias sociales pretendían evitar los juicios de valor de escaso fundamento científico. En la práctica, el funcionalismo era menos un movimiento científico que un juego de palabras científico. «La función es» solía traducirse por «la función debería ser»; los científicos sociales no reconocían sus propios prejuicios, disfrazados de funcionalismo, como tampoco los psicoanalistas reconocían los suyos, disfrazados de teoría freudiana.
Al dar un significado absoluto y un valor moralista a los términos genéricos de «rol de la mujer», el funcionalismo provocó entre las mujeres estadounidenses una especie de letargo profundo, como el de Blancanieves, que espera a que el Príncipe la despierte mientras alrededor de ese círculo mágico el mundo sigue moviéndose.»
«Lo que me resulta incomprensible no es que esas chicas eviten a toda costa implicarse en la vida intelectual sino que, por este hecho, se empañe la educación o se le eche la culpa a la «cultura estudiantil», como hacen algunos educadores. La única lección que una muchacha difícilmente podía evitar aprender, si pasó por un college entre 1945 y 1960, es que no debía interesarse, interesarse en serio, por nada que no fuera casarse y tener hijos, si quería ser normal, feliz, estar adaptada, ser femenina, tener un marido triunfador, unos hijos triunfadores y una vida sexual normal, femenina, adaptada y provechosa.
Tal vez una parte de aquella lección la hubiera aprendido en casa, y otra del resto de sus compañeras de college, pero también la aprendió, indiscutiblemente, de quienes estaban comprometidos con desarrollar su inteligencia crítica y creativa: sus profesores de college.»
«Como los propios educadores admiten, la formación de las mujeres en los colleges no suele prepararlas para su acceso al mundo de los negocios o profesional a un nivel significativo, ni cuando se gradúan ni más adelante; no está orientada a unas posibilidades de carrera que justificarían la planificación y el esfuerzo necesarios para una formación profesional de nivel superior.
En el caso de las mujeres, los educadores sexistas dicen en tono aprobador que el college es el lugar adecuado para encontrar a un hombre. Presumiblemente, si el campus es «el mejor mercado matrimonial del mundo», como observaba cierto educador, ambos sexos se ven afectados. En los campus de los colleges actuales, según coinciden tanto profesores como estudiantes, las chicas son las agresoras en la caza matrimonial. Los chicos, casados o no, están ahí para estirar sus mentes, para encontrar su propia identidad, para completar su programa de vida; las chicas solo acuden para cumplir su función sexual.»
«Aun sin ayuda de los educadores sexistas, la chica que crece con cerebro y espíritu en Estados Unidos no tarda en aprender a tener cuidado de por dónde va, a «ser como los demás», a no ser ella misma. Aprende a no trabajar demasiado duro, a no pensar con demasiada frecuencia, a no hacer demasiadas preguntas. En los institutos y en los colleges mixtos, las chicas tienden a no tomar la palabra en clase por miedo a que las tilden de «cerebritos». Este fenómeno ha quedado de manifiesto a través de múltiples estudios; cualquier chica o mujer brillante puede dar fe de ello a través de su propia experiencia.»
«Cuando una cultura ha levantado una barrera tras otra contra las mujeres como seres individuales; cuando una cultura ha erigido barreras legales, políticas, sociales, económicas y educativas para que las propias mujeres acepten la madurez, incluso después de que la mayoría de esas barreras hayan sido derribadas, sigue siendo más fácil para una mujer buscar refugio en el santuario del hogar.
Es más fácil vivir a través de su marido y de sus hijos que abrirse su propio camino en el mundo. Porque es hija de esa misma madre que le hizo tan difícil crecer tanto a su hija como a su hijo. Y la libertad es algo que asusta. Asusta crecer por fin y liberarse de esa dependencia pasiva. ¿Por qué habría de preocuparse una mujer por ser algo más que una esposa y una madre si todas las fuerzas de su cultura le dicen que no tienen que crecer, que es mejor que no crezca?»
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«Es la mística de la realización femenina, y la inmadurez que ésta alimenta, las que impiden que las mujeres hagan el trabajo del que son capaces. No es de extrañar que las mujeres que han vivido durante diez o veinte años dentro de esa mística, o que se adaptaron a ella tan jóvenes que nunca han tenido la experiencia de la independencia, sientan temor ante la prueba del trabajo de verdad en el mundo y se agarren a su identidad como amas de casa -aun cuando, con ello, se condenen a sí mismas a sentirse «vacía, inútil, como si no existiera».
Que esa ama de casa puede, debe, crecer para llenar el tiempo disponible cuando no tiene otro propósito en la vida parece algo bastante obvio. Al fin y al cabo, sin otro propósito de vida, si el trabajo doméstico se hiciera en una hora y los nulos estuvieran en la escuela, a la brillante y enérgica ama de casa le resultaría insoportable la oquedad de sus días.»
«Durante quince años y más, se ha desarrollado una campaña de propaganda, tan unánime en esta nación democrática como en la más eficaz de las dictaduras para reconocer el «prestigio» de las mujeres como amas de casa. Pero ¿es posible recrear ese sentido de individualidad en las mujeres, que antaño se basó en el trabajo necesario y en la realización en el hogar, a través de unas laboras del hogar que ya no son realmente necesarias o que ya no precisan demasiadas capacidades, en un país y en una época en los que las mujeres finalmente pueden sentirse libres para avanzar hacia algo más?
No es bueno para las mujeres, cualquiera que sea la razón, pasar los días dedicadas a un trabajo que no avanza al mismo tiempo que lo hace el mundo que la rodea, a un trabajo que no requiere realmente su energía creativa. Las propias mujeres están descubriendo que, aunque siempre hay «alguna manera de librarse de ello», no hallarán la paz hasta que no empiecen a utilizar sus capacidades.»
«Cierto número de los fenómenos sexuales más desagradables de esta era pueden interpretarse ahora como el resultado inevitable de esa absurda obligación impuesta a millones de mujeres de pasar sus días dedicadas a un trabajo que podría realizar una criatura de ocho años de edad. Porque, independientemente de lo que se racionalice la «carrera del hogar y la familia» para justificar tan extraordinario derroche de mano de obra femenina capaz, de lo ingeniosos que sean los manipuladores a la hora de acuñar nuevos términos científicos altisonantes como «lubrilator» y otros por el estilo para hacer creer que meter la ropa en la lavadora es un acto comparable al de descifrar el código genético, de lo mucho que se expanda la tarea doméstica para rellenar el tiempo disponible, ésta sigue resultando un magro desafío para la mente humana.
Este vacío mental se ha visto inundado por una interminable serie de libros sobre cocina para gourmets, tratados sobre el cuidado infantil y, sobre todo, consejos sobre las técnicas del «amor marital», el acto sexual. Éstos también plantean escasos desafíos para la mente adulta. Sus resultados casi se podían haber predicho. Para gran consternación de los varones, sus esposas se convirtieron de repente en «expertas», en unas sabelotodo, cuya inquebrantable superioridad en casa, un ámbito que ambos ocupaban, no tenía rival, y con las que resultaba muy difícil de convivir.»
«Aun cuando el sexo no les satisface, estas mujeres perseveran en su interminable búsqueda. Para la mujer que vive de acuerdo con la mística de la feminidad, no hay vía que conduzca al logro ni al estatus social ni a la identidad, excepto la sexual: el logro de la conquista sexual, el estatus de objeto sexual deseable, la identidad de esposa y madre sexualmente satisfecha.
Y sin embargo, porque el sexo no acaba realmente de satisfacer esas necesidades, intenta reforzar su nada con cosas, hasta que con frecuencia el sexo mismo, y el marido y los hijos en los que descansa su identidad sexual, se convierten en posesiones, en cosas. Una mujer que es a su vez un mero objeto sexual acaba viviendo en un mundo de objetos, incapaz de alcanzar en otros la identidad individual de la que ella misma carece.»
«Al fin y al cabo, el estatus es lo que los hombres buscan y adquieren a través de su trabajo en la sociedad. El trabajo de una mujer -el trabajo doméstico- no puede darle un estatus; porque tiene el estatus más bajo de casi todos los trabajo que se realizan en la sociedad. Una mujer tiene que adquirir su estatus de manera vicaria a través del trabajo de su marido. El propio marido, e incluso los hijos, se convierten en símbolos de ese estatus, porque cuando una mujer se define a sí misma como ama de casa, la casa y las cosas que ésta contiene constituyen, en cierto sentido, su identidad; necesita esas trampas externas para apuntalar el vacío de su ser, para que pueda sentir que es alguien.
Se convierte en un parásito, no solo porque las cosas que necesita para alanzar su estatus proceden en último término del trabajo de su marido, sino porque tiene que dominarlo, poseerlo, debido a que carece de una identidad propia. Si su marido es incapaz de proporcionarle esas cosas que necesita para su estatus, él se convierte en objeto de su desprecio, del mismo modo que lo desprecia si no es capaz de satisfacer sus necesidades sexuales. Su propia insatisfacción consigo misma la siente como una insatisfacción con su marido y con sus relaciones sexuales.»
«De hecho, a partir de determinadas observaciones psicológicas realizadas sobre el comportamiento de los prisioneros en los campos de concentración nazis, se puede extrapolar una explicación muy chocante e incómoda de por qué una mujer puede perder tan fácilmente su sentido de la identidad siendo ama de casa.
En aquellos emplazamientos, ideados para la deshumanización del ser humano los prisioneros se convertían literalmente en «cadáveres andantes». Los que se «adaptaron» a las condiciones de los campos renunciaron a su identidad humana y caminaron casi indiferentes hacia la muerte. Resulta bastante extraño que las condiciones que destruyeron la identidad humana de tantos prisioneros no fueron ni la tortura ni la brutalidad, sino unas condiciones semenjantes a aquellas que destruyen la identidad de las amas de casa estadounidenses.»
«No es posible conservar la identidad propia adaptándose durante ningún periodo de tiempo a un marco de referencia que en sí mismo destruye dicha identidad. Es muy difícil de hecho para un ser humano mantener semejante escisión «interna», adaptarse externamente a una realidad al tiempo que se trata de mantener interiormente los valores que esa realidad niega.
El confortable campo de concentración en el que se han metido las mujeres estadounidenses, o en el que otros las han hecho meterse, es sencillamente una realidad de ese tipo, un marco de referencia que niega la identidad humana adulta de la mujer. Al adaptarse a él, una mujer mutila su inteligencia para convertirse en un ser infantil, se aparte de la identidad individual para convertirse en un robot biológico anónimo dentro de una dócil masa.
Pasa a ser menos que humana, víctima de las presiones externas y depreda a su vez a su marido y a sus hijos. Y cuanto más tiempo manifiesta su conformismo menos siente que existe en realidad. Busca su seguridad en las cosas, oculta el temor de perder su potencia humana poniendo a prueba su potencia sexual, vive una vida vicaria a través de las ensoñaciones de masa o a través de su marido y de sus hijos. No quiere que le recuerden el mundo exterior; se convence de que no hay nada que pueda hacer con respecto a su propia vida y al mundo que pueda cambiar las cosas. Pero independientemente de la frecuencia con que se trata de decirse a sí misma que esa renuncia a la identidad personal es un sacrificio necesario en aras de sus hijos y de su marido, no está al servicio de ningún propósito real. De este modo, la energía agresiva que debería estar usando en el mundo se convierte en cambio en una terrible ira que no se atreve a dirigir contra su marido, que se avergüenza de dirigir contra sus hijos y que acaba dirigiendo contra sí misma, hasta que siente que no existe. Y sin embargo, en el confortable campo de concentración, como en el campo de verdad , algo muy fuerte en una mujer se resiste a la muerte de sí misma.»
«Las amas de casa que viven de acuerdo con la mística de la feminidad no tienen un propósito personal que se proyecte en el futuro. Pero sin un propósito de estas característica que ponga en juego sus capacidades plenas no puede crecer para autorrealizarse. Sin un propósito semejante, pierden el sentido de quiénes son, pues es el propósito el que le da un modelo humano a los días de cada persona.»
«¿Quién sabe lo que podrán llegar a ser las mujeres cuando por fin sean libres de convertirse en sí mismas? ¿Quién sabe lo que la inteligencia de las mujeres podrá aportar cuando pueda alimentarse sin negar el amor? ¿Quién sabe que posibilidades ofrecerá el amor cuando hombres y mujeres compartan no solo a sus hijos, el hogar y el jardín, no solo la realización de roles biológicos, sino las responsabilidades y las pasiones del trabajo que crean el futuro humano y el conocimiento humano pleno de quienes son?
La búsqueda de sí mismas por parte de las mujeres acaba de empezar pero ha llegado la hora de que las voces de la mística de la feminidad dejen de ahogar la voz interior que está empujando a las mujeres a convertirse en seres completos.»
SINOPSIS: «La mística de la feminidad», de Betty Friedan.
«»La mística de la feminidad» es un clásico del pensamiento feminista que se publicó originalmente en Estados Unidos en 1963. Se trata sobre todo de un libro de investigación respaldado por un abundante trabajo descriptivo, y sólo como consecuencia de esto se acaba convirtiendo en un libro militante, lo que lo aproxima al otro gran clásico del siglo XX, «El segundo sexo», de Simone de Beauvoir. Friedan llama «mística de la feminidad» a esa imagen de lo «esencialmente femenino», eso de lo que hablan y a lo que se dirigen las revistas para mujeres, la publicidad y los libros de autoayuda. Es una horma moral, fabricada en esos años, en la que se pretende, como en un lecho de Procusto, hacer vivir a todas las mujeres. Es algo inauténtico que, si se intenta llevar a cabo, produce consecuencias cada vez más graves. Comienza por un difuso malestar y termina por producir enfermedades verdaderas. Precisamente el libro comienza con un capítulo titulado «El malestar que no tiene nombre». Estamos ante un libro extraordinariamente influyente que ha resultado ser decisivo en el acompañamiento de uno de los cambios sociales más determinantes del siglo XX: la posición y autoconciencia de las mujeres como grupo.»
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