Alicia Miyares. Distopías patriarcales.
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«La pérdida de rumbo de la izquierda política reside en el peso otorgado a la identidad (subjetividad) y la diversidad en detrimento de la igualdad. La subjetividad o identidad por sí misma es emocional y vivencial, se nutre del deseo, de la satisfacción inmediata, lo que la acerca, aunque sea inconscientemente, a los planteamientos neoliberales. Más aún, la ideología neoliberal no ignora que la principal correa de transmisión es remarcar la individualidad expresada como identidad. Cuando la izquierda pone el énfasis en la identidad o la diversidad, renuncia a la pedagogía cívica que late en la idea de igualdad, compromiso con el bien común, justicia social y sexual, solidaridad, respeto y dignidad. Asistimos a un proceso de cambio en lo político, lo económico, lo religioso, lo moral y lo social. Solo estaremos ante un cambio civilizatorio, de mejora y avance de la humanidad en su conjunto, si en los procesos transformadores se inscribe la teoría feminista; si, por el contrario, el feminismo es relegado a un segundo plano, asistiremos a transformaciones «socioeconómicas», «nacionalpopulistas» o «socialpopulistas» que solo serán respuestas coyunturales e inmediatas a situaciones concretas. En el mejor de los casos, amortiguarán, siendo optimistas, discriminaciones, pero persistirán en mantener como estructural la desigualdad de las mujeres. Seremos las víctimas propiciatorias.»
«La fragmentación social, en esta «economía globalizada», es rentable porque aviva el relativismo político o, lo que es lo mismo, la imposibilidad de acordar categorías sociales comunes para mejorar el nivel de vida de la población. Veremos que el feminismo está aquejado de esta misma fragmentación, que imposibilita hoy en día articular una agenda feminista.
El neoliberalismo alimenta la heterogeneidad porque así se hace evidente la disparidad de intereses de los distintos grupos o colectivos sociales, por lo que acordar en materia de derechos se torna conflictivo. A su vez, la heterogeneidad social aviva el corporativismo que gracias a una supuesta «racionalidad económica» y aparente «apoliticidad» toma el control de la sociedad. La tensión entre beneficios o derechos es la viva expresión del relativismo político; y también lo es la tensión establecida entre deseos y derechos.»
«El libro de Darwin El origen del hombre, publicado en 1871, vendría a legitimar tanto la idea de dominio de los varones sobre las mujeres como la idea de dominio racial. La teoría de la evolución, poco favorecedoa de una teoría igualitaria por primar la lucha por la supervivencia y la selección natural, ensalzó los valores de la fuerza, la ambición y el dominio como indisolublemente asociados al proceso evolutivo. Se estableció así una poderosa analogía entre naturaleza y sociedad que permitió fundamentar las desigualdades: el evolucionismo biológico y el evolucionismo social no pueden ser diferenciados, por lo que resultó notablemente sencillo justificar las jerarquías raciales, de sexo y clase. La desigualdad es producto de procesos de selección sexual y natural en los que los individuos más aventajados accedían a mejoras significativas.
En el caso de la relación entre los sexos, los varones acceden al poder de la selección que es totalmente ajeno a las mujeres, por lo que los varones se elevaban en superioridad mental y corporal sobre estas: coraje, valentía y energía y las más altas cualidades mentales de los varones fueron desarrolladas para proteger a las mujeres de la lucha por la existencia. Protección a cambio de dependencia. La selección natural, a su vez, también opera sobre las razas. Así, por ejemplo, gracias a la rivalidad entre los varones, que permitía asegurar el éxito de los más aptos y capaces, el europeo blanco, en una época de imperialismo, «pudo sentirse superior a las razas tratadas; el hombre de negocios de la clase media pudo sentirse más capaz que los obreros a quienes explotaba». Y así fue tomando cuerpo el concepto de individuo en relación con el poder.»
«Darwin desplegó sus recursos evolucionistas para amañar la imagen de una mujer a la vez inferior y moralmente mejor, contribuyendo así a reforzar la tópica misógina desde un supuesto cientificismo: varones y mujeres viven en esferas separadas no solo por presentar dos formas anatómicas diferentes, sino porque ética, política y normativamente son diferentes. Tienen destinos diferentes.
A partir de este momento, la desigualdad entre los sexos y su fundamento se hacen depender no tanto de pronunciamientos sobre inferioridad de las mujeres respecto a los varones sino realzando las diferencias, lo que convierte a mujeres y varones en sexos no comparables. Se procede así a una identificación de los sexos con rasgos dicotómicos que afectan a la esfera de realización individual o social de las mujeres: cultura-naturaleza o varón-mujer, fuerza-debilidad o varón-mujer, acción-pasividad o varón-mujer, inteligencia-imitación o varón-mujer, ambición-cuidado o varón-mujer, individualidad-identidad o varón-mujer, producción-reproducción o varón-mujer, Estado-familia o varón-mujer, y podríamos seguir hasta el desmayo.»
«En el imaginario del movimiento obrero, el trabajo realizado por los varones fue descrito como «producción», y el de las mujeres, como «aportación». Esta conceptualización sirvió a los intereses del empleador burgués, que podía contar con un contingente de mujeres trabajadoras peor remuneradas que sus homólogos varones. Su resultado fue la precariedad laboral de las mujeres: las mujeres tenían que soportar, en todos los tramos, jornadas más largas, tareas más pesadas y condiciones de trabajo más nocivas que el varón, a cambio de una retribución inferior a este.
El movimiento obrero, en vez de analizar la diferente remuneración de mujeres y varones en términos de injusticia salarial, se decantó por considerar a las mujeres como esquiroles. En vez de combatir la precariedad del trabajo femenino, se extendió la idea de que las mujeres representaban una amenaza para lograr mejoras de clase. Como además compartían el imaginario social de la transitoriedad del trabajo femenino, no dudaron en considerar a las mujeres como competidoras de los varones.»
«La articulación política de rechazo a la igualdad entre mujeres y varones transita por lo que magistralmente Susan Faludi describió como «reacción» o «la guerra no declarada contra la mujer moderna». Por «reacción» debemos entender la actitud de oposición ante innovaciones políticas, sociales y culturales basadas principalmente en la extensión de derechos. Los movimientos reactivos en contra de las mujeres no son en absoluto casuales, ya que siempre se desencadenan cuando se producen avances en la posición social y política de las mujeres.
La «reacción» surge como consecuencia del progreso de las mujeres con el único fin de frenar su avance: la reacción no se desata porque las mujeres hemos conseguido la plena igualdad con los varones, sino porque parece posible llegar a conseguirla. «Es un golpe anticipado que detiene a las mujeres mucho antes de que lleguen a la meta».»
«El feminismo político desde su inicio ha tenido que luchar contra los discursos reactivos que brotan de los credos religiosos y el pensamiento político conservador, para lo cual ha elaborado una sólida base argumentativa que ha logrado frenar, en cierta medida, el avance de la tópica misógina religiosa o conservadora.
En el momento actual, el feminismo político está obligado a desarrollar y elaborar toda una estrategia argumentativa para rebatir los discursos reactivos de quienes se declaran de izquierdas y feministas pero son proclives a ensalzar la subjetividad y las teorías de la identidad de género. Indicar y denunciar las trampas conceptuales y políticas de este nuevo frente reactivo constituye un diferencial sustancial respecto a la tercera ola feminista.»
«Así pues, el marco de análisis del feminismo de la cuarta ola, en su crítica al determinismo biológico y constructivismo social, se enfrenta ahora también a la politización de la subjetividad o determinismo psicológico. El mensaje, pues, del feminismo político de la cuarta ola ha de ser rotundo en su negación de la experiencia vital o subjetivismo como reducto de fundamentación de la práctica y acción política. La cuarta ola feminista deberá denunciar que la experiencia vital de nuestra propia subjetividad también es un constructo determinado por discursos sociales.
Para el feminismo de la cuarta ola, la mirada sobre nosotras mismas no puede ser autocomplaciente, sino crítica. No hay una estructura fija en la subjetividad, por lo que su politización impide percibir las trampas conceptuales que malogran la vindicación de igualdad. Contra la nueva reacción inscrita en el uso subjetivo de la categoría género y la negación del sexo ha de luchar el feminismo de la cuarta ola.»
«Así las cosas, por «sexo» se entienden las diferencias anatómicas y fisiológicas que configuran nuestros cuerpos, y por «género», todo el entramado cultural y normativo que garantiza las divergencias entre varones (masculinidad) y mujeres (feminidad). De las «relaciones sexo/género» se derivan pues, principios de organización social, pero también el contexto a partir del cual se constituye un yo. La perspectiva «sexo/género» le ha permitido al feminismo analizar críticamente tanto el determinismo biológico como las relaciones sociales y de poder, así como revisar los conceptos tradicionales sobre el conocimiento y el saber. Por último, el feminismo ha puesto de relieve los efectos que la relación sexo/género tienen en la construcción de la subjetividad y «en la idea de una cultura de lo que significa ser persona».
La «relación sexo/género» opera en tres planos: en la estructural social, en el simbólico o cultural y en el individual. Determinar cómo opera en esos tres planos es la tarea que el feminismo se ha impuesto, y al proceso por el cual se revela cómo opera la relación sexo/género en lo social, en lo simbólico-cultura y en la subjetividad se le denomina «proceso analítico». De ahí que el «género» se entienda como categoría analítica.
La «relación sexo/género» vertebra la organización social y el eje del poder social en cualquier contexto histórico o cultural, produciendo asimetrías entre mujeres y varones. A la persistencia de la desigualdad, sea en el terreno social, político, sexual o de construcción de la identidad donde las expectativas de mujeres y varones difieren sustancialmente, se le denominará «patriarcado». Por lo tanto, la historia del feminismo consiste en una descripción detallada de la asimetría de poder entre varones y mujeres, llevada a acabo mediante relaciones sociales concretas, relaciones de género.»
«El transfeminismo busca integrar dentro del feminismo el discurso transgénero. Así pues, el transfeminismo se ubica en el marco de una propuesta queer, haciéndose eco de las tesis posmodernas: imposiblidad de articular un grupo social de referencia cohesionado en torno a una vindicación política; escepticismo ante la toma de decisiones consensuadas, y renuncia a la utilización de categorías políticas como «igualdad» o «ciudadanía», que son sustituidas por las de «diversidad» o «identidad».
El individuo y la subjetividad se convierten en objeto privilegiado de toda posible referencia. La subjetividad, en definitiva, es elevada a categoría política fragmentando la acción política.»
«El feminismo se articula en torno a una agenda política y no se fragua en torno a identidades. Pero cuando desde los postulados queer se cuestiona la propia categoría «mujeres» como grupo social de vindicación política, no podemos dejar de analizarlo contextualmente: justo cuando las mujeres estamos alcanzando una notable visibilidad política-social, se reaviva, desde grupúsculos de la izquierda política que se denominan a sí mismos feministas, una imposición que exige a las mujeres que aceptemos categorías inestables, permeables y fluidas como «transgénero» y que además nos veamos en ella representadas, bajo la acusación de «transfobia», si no aceptamos el nuevo contrato por el que se nos invisibiliza. Y esa imposición es una imposición reactiva.»
«La regulación de «identidades» amparadas en la subjetividad es de suyo conflictiva, ya que la esfera pública y el marco legal que le da sustento no se articulan en sensaciones, íntimas convicciones, sentimientos o deseos que difícilmente pueden ser comunes. Es más, puestos a regular «identidades», quizá habría que conceder amparo jurídico a la «identidad feminista» que, con cuatro siglos a su espalda, no solo ha mostrado solvencia argumentativa, sino que ha incidido de modo absoluto en la transformación de la realidad social hacia patrones de convivencia basados en la igualdad.
Por el contrario, otorgar reconocimiento jurídico a una supuesta «identidad de género», que niega evidencias empíricas, que traza líneas divisorias y cuyo único sustrato son las creencias personales, es una broma de pésimas consecuencias. Admitir la construcción social del género no implica que se pueda modificar a voluntad. Así es que quienes se decantan por la identidad de género sirven de correa de transmisión en el sostenimiento de los mandatos de género.
Por otra parte, si en una sociedad democrática el Estado carece de autoridad para determinar cómo debemos ser, difícilmente se puede conciliar con la estrategia política queer, que, por medio de la «identidad e género», pretende ejercer cierto control sobre el significado social de sexo/género e implantar nuevas «representaciones de género» que enmascaran tanto la desigualdad estructural de las mujeres como la discriminación de minorías sexuales.»
«El feminismo, al analizar críticamente las relaciones sexo/género, pudo fundamentar que las diferencias anatómicamente derivadas del «sexo» no pueden acarrear diferencias inmutables; pero también la distinción sexo/género permitió al feminismo argumentar que la construcción social o cultural derivada del «género» es absolutamente una ficción reguladora que causa desigualdad.
Si la normatividad heterosexual reside en la ficción ontológica de la «diferencia sexual» como determinante de roles específicos para varones o mujeres, la normatividad queer (queernormatividad) reside en la ficción de que el «sexo» es absorbido por el género. Ni los hechos, ni los datos de la naturaleza ni la ciencia, según postulados queer, definen el «sexo», solo «nuestras creencias sobre el género pueden definir nuestro sexo». El significado social dado a «las creencias de género», por parte de lo queer, se presenta como un mandato o «ficción reguladora» que genera sus propios binarismos, amén de devolvernos a tiempos premodernos.
Así es que lo queer/transgénero en su versión «transfeminista», que critica las identidades fijas varón/mujer, establece, sin embargo, nuevas identidades fijas como cis/trans, hetero/homo, normalización/antinormalización, acuerdo/disidencia, estabilidad/precariedad, igualdad/diversidad, racista/racializada, excluyente/incluyente o hegemonía/proliferación, por señalar solo algunos de los binarismos queer de uso más extendido.»
«Despojar al «sexo» de significado social es lo mismo que afirmar que la estratificación sexual no existe y que el feminismo es una invención sin base real alguna. Para que no haya margen de error en lo que quiero transmitir: imaginemos que alguien afirmara que la «clase social» carece de significado social; negaríamos entonces la estratificación y las desigualdades sociales y dejaríamos sin efecto la lucha del movimiento obrero; o supongamos que la «raza» carece de significado social: ¿podríamos entonces perseguir el racismo?
El negacionismo sobre el «sexo» evita hacer frente a la verdad incómoda planteada por el feminismo: la pervivencia de la injusticia sexual. La injusticia sexual no se combate ignorando que el «sexo» sea un dato biológico, se combate no otorgando a datos biológicos disposiciones naturales de carácter o función social diferenciada.»
«La categoría «género» ha transmutado de su uso descriptivo, que ayudaba a entender y criticar cómo se configuraban los roles sociales, a un uso prescriptivo, esto es, de la configuración del yo. El uso prescriptivo del género pasa a ser el único determinante que explica lo que somos, la voluntad y el deseo. Pero «género» como prescripción tiene un uso regulativo de las mismas proporciones que «naturaleza». Es tan insuficiente, por totalizante, como los que apelan a la naturaleza o leyes de la naturaleza para explicar nuestros yoes o lo que debemos hacer.
La ontología de género o generismo queer desbarata en muy buena medida las luchas colectivas y acaba por ser una teoría centrada en la individualidad: de lo «personal es político» del feminismo pasaríamos. al postulado «lo político es lo personal», que, asociado a la expresividad del deseo y la carencia de límites, nos adentra en la distopía sexual/reproductiva de la prostitución y la práctica del alquier de vientes.»
«Lo queer sostiene que la lucha feminista basada en la crítica a las relaciones sexo/género y la normatividad heterosexual convierte al feminismo en «heterocentrado». La falacia argumentativa del planteamiento queer se hace patente si analizamos otras luchas bajo el mismo prisma simplificado: así, por ejemplo, el movimiento obrero, al centrar su lucha contra los privilegios burgueses y una estructura de poder basada en las clases sociales, bien podría acabar siendo designado como «burguescentrado», o la lucha de las minorías étnicas, como «etnocentrada».
El relato queer cuestiona el objetivo de la lucha feminista como si la causa de la desigualdad estructural no residiera en las relaciones sexo/género y en los mandatos de género. Lo que no queda claro en la propuesta queer es a qué se debe, entonces, la desigualdad de las mujeres. Para cerrar el círculo del callejón sin salida al que nos llevaría la propuesta queer, se insiste además en que el objetivo de «igualdad de derechos» es un objetivo asimilacionista, esto es, una mera integración en el orden social normalizado.»
«En el relato queer es creencia extendida que la proliferación de identidades supone una quiebra per se de los mecanismo de poder, pero lo que realmente deviene es pura opacidad para desvelar los mecanismos por los que transita la desigualdad. Me gustaría pensar que es producto de la ingenuidad suponer que la mera afirmación de múltiples identidades supone una quiebra de la desigualdad, pero cuando constato que la referencia a la identidad de género se queda en mera afirmación del «yo soy» o «yo siento», sin análisis alguno de cómo se adquiere esa identidad, sé entonces que estoy ante una lectura absolutamente arbitraria, ideológica y clasista.
El cuerpo, la sexualidad y el deseo se convierten en el referente por antonomasia de la identidad y la subjetividad, pero es una construcción ficticia, ya que la construcción de la identidad no depende de la «vivencia íntima», sino de las interacciones sociales a partir de las cuales vamos configurando, modificando y alterando, con altibajos porque no es un proceso fluido, lo que somos. La «identidad de género» como «vivencia íntima» carece de significado social, es vacía. Es mera producción cultural o estética para regocijo o solaz de quienes disfrutan de antemano de ciertas ventajas sociales de clase.»
«En el relato queer/transfeminista, los cuerpos, la sexualidad y el deseo se hallan vinculados a la subjetividad, pero se nos fuerza a creer que esa subjetividad, vivencia íntima, elige sin coacción cultural alguna o está libre de ejercer autoridad y refrendar mecanismo de poder patriarcal. Para lo queer, todo debe ser objeto de desconfianza menos la subjetividad, a la que por el mero hecho de proceder de la autopercepción se la considera libre de reproducir pautas patriarcales. Realmente es un sinsentido, así que al feminismo le conviene y mucho desmenuzar las pautas patriarcales que anidan en la expresividad de los cuerpos, en la sexualidad y el deseo.»
SINOPSIS: «Distopías patriarcales», de Alicia Miyares.
«A lo largo de la historia las mujeres hemos padecido el invento de la «identidad de género», ese constructivismo esencialista que ha solidificado la desigualdad estructural entre los sexos. La «identidad de género» ahora es un neolenguaje que tiene por objeto prescribir qué, quién, cómo, cuándo y dónde alguien es «mujer». Su retórica se multiplica con prefijos como «cismujeres» o giros del lenguaje como «portadoras gestantes» o «seres menstruantes» para evitar el uso de la palabra correcta, «mujeres». La heterodesignación no quiere rendirse y se esconde en la transdesignación. La ginofobia, el machismo extremo y la minusvaloración de las mujeres asoman disfrazados de queer. La moneda está otra vez en el aire: o feminismo o distopía patriarcal.»
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