Jean-Jacques Rousseau. Sobre el origen de la desigualdad
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«¿Cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerles a ellos mismos? ¿Y cómo conseguirá el hombre verse tal cual lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y separar lo que atañe a su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han añadido o cambiado de su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glauco que el tiempo, la mar y las tormentas habían desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los cuerpos y por el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de ser casi irreconocible; y en lugar de un ser que actúa siempre por principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste y majestuosa sencillez con que su autor le había marcado, ya solo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.
Lo que hay de más cruel todavía es que todos los progresos de la especie humana la alejan sin cesar de su estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, tanto más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos: y es que, en un sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos puesto al margen de la posibilidad de conocerle.»
«Al ser el cuerpo del hombre salvaje, el único instrumento que conoce, lo emplea para diversos usos, para los que, por falta de ejercicio, los nuestros son incapaces, y es nuestra industria la que nos priva de la fuerza y la agilidad que la necesidad le obliga a él a adquirir. Si hubiera tenido un hacha, ¿rompería su muñeca tan fuertes ramas? Si hubiera tenido una honda, ¿lanzaría con la mano una piedra a tanta velocidad? Si hubiera tenido una escala, ¿treparía tan ligeramente a un árbol? Si hubiera tenido un caballo, ¿sería tan rápido en la carrera?
Dejad al hombre civilizado el tiempo de reunir todas sus máquinas en torno suyo; no hay duda de que supera fácilmente al hombre salvaje; pero si queréis ver un combate todavía más desigual, ponedlos desnudos y desarmados uno frente a otro, y al punto reconoceréis cuál es la ventaja de tener constantemente todas las fuerzas a disposición propia, de estar siempre preparado para cualquier acontecimiento, y de llevarse siempre uno mismo, por así decir, todo entero consigo.»
«El gato, el caballo, el toro, el asno mismo, tienen en su mayoría una talla más alta, y todos una constitución más robusta, más vigor, fuerza y valor en los bosques que en nuestras casa; pierden la mitad de estas ventajas al volverse domésticos, y diríase que todos nuestros cuidados por tratar bien y nutrir a estos animales no sirven sino a bastardearlos.
Así es el hombre mismo: al volverse sociable y esclavo, se vuelve débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir muelle y afeminada acaba por enervar a un tiempo su fuerza y su valor. Añadamos que entre las condiciones salvaje y doméstica la diferencia de hombre a hombre debe ser mayor aún que la de bestia a bestia; porque, tratados de igual manera el animal y el hombre por la naturaleza, cuantas comodidades se proporciona el hombre a sí mismo más que a los animales que domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar más sensiblemente.»
«Cuando un mono pasa sin duda de una nuez a otra, ¿piensa alguien que tiene la idea general de esa clase de fruto, y que compara su arquetipo con esos dos individuos? Indudablemente no; pero la vista de una de esas nueces trae a su memoria las sensaciones que ha recibido de la otra; y sus ojos, modificados de cierta manera, anuncian a su gusto la modificación que va a recibir.
Toda idea general es puramente intelectual; por poco que la imaginación se mezcle a ella, la idea deviene enseguida particular. Tratad de trazaros la imagen de un árbol en general, nunca llegaréis a la meta; pese a vosotros mismos tendréis que verlo pequeño o grande, ralo o espeso, claro u oscuro; y si dependiese de vosotros no ver en él sino lo que se encuentra en todo árbol, la imagen no se parecería ya a un árbol. Los seres puramente abstractos se ven del mismo modo, o no se conciben más que por el discurso. La sola definición del triángulo os da la verdadera idea de él; tan pronto como os figuráis uno en vuestro espíritu, es tal triángulo, y no otro, y no podéis evitar hacer las líneas sensibles, o el plano coloreado.
Es preciso, por tanto, enunciar proposiciones; es preciso, por tanto, hablar para tener ideas generales; porque tan pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no camina más que con la ayuda del discurso. Por tanto, si los primeros inventores no pudieron dar nombres más que las ideas que ya tenían, se deduce que los primeros sustantivos no pudieron ser nunca otra cosa que nombres propios.»
«Oigo siempre repetir que los más fuertes oprimirán a los débiles; pero que me expliquen qué quieren decir con esa palabra de opresión. Unos dominarán con violencia; otros gemirán esclavizados a todos sus caprichos: eso es precisamente lo que observo entre nosotros, pero no veo cómo podría decirse esto de hombres salvajes a quienes habrá costado incluso hace entender lo que es servidumbre y dominación.
Uno hombre podrá, desde luego, apoderarse de los frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, del antro que le sirve de asilo; pero ¿cómo conseguirá jamás hacerse obedecer, y cuáles podrán ser las cadenas de la dependencia entre hombres que no poseen nada? Si me echan de un árbol, soy libre de ir a otro; si en un lugar me atormentan, ¿quién me impedirá pasar a otra parte¿? ¿Que hay un hombre de fuerza bastante superior a la mía, y además lo bastante depravado, lo bastante perezoso y lo bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia mientras él permanece ocioso? Tendrá que decidirse a no perderme de vista un solo instante, a tenerme atado con mucho cuidado durante su sueño, por miedo a que me escape o a que lo mate: es decir, que está obligado a exponerme voluntariamente a un trabajo mucho mayor que el que quiere evitar, y que el que me da a mí mismo. Y además de todo estos, ¿que su vigilancia se relaja un momento?, ¿que un ruido imprevisto le hace volver la cabeza?…me adentro veinte pasos en la selva, mis grillos quedan rotos, y no me vuelve a ver en su vida.
Para no prolongar inútilmente estos pormenores, cada cual debe ver que, al no formarse los lazos de la servidumbre más que de la dependencia mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberlo puesto previamente en situación de no poder prescindir de otro; situación que, por no existir en el estado de naturaleza, deja a todos libres del yugo, y hace vana la ley del más fuerte.»
SINOPSIS: «Sobre el origen de la desigualdad», de Jean-Jacques Rousseau.
«En las obras reunidas en este volumen Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) sienta los fundamentos del que habría de ser su pensamiento filosófico y social, estableciendo la bondad de la naturaleza primigenia del hombre, corrompida por los «avances» de la sociedad. En el «Discurso sobre las ciencias y las artes» (1750) argumenta con firmeza esta tesis que iba contra las ideas dominantes en la corriente ilustrada, abriendo un nuevo camino de reflexión. En el «Discurso sobre el origen de la desigualdad» (1755) Rousseau arranca de esa visión idílica del hombre natural para profundizar en los enunciados de la obra anterior. El estado de naturaleza desaparece cuando el hombre pasa a la fase social; la convivencia genera en el individuo intereses, males y vicios; nace entonces la desigualdad y aparece la propiedad particular; ese estado de guerra larvada entre individuos no puede tener solución sin un pacto social que resuelva diferencias, elimine desigualdades y fije unas leyes que garanticen la libertad de todos: este pacto será el objeto unos años más tarde de la obra maestra del pensamiento político de Rousseau, «Del Contrato social», también publicada en esta colección. Traducción y prólogo de Mauro Armiño.»
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