Pablo d’Ors. El amigo del desierto.
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«Una tormenta en el desierto es cien veces más terrible que una en el mar. Y es que la arena no solo ciega y flagela el cuerpo, sino que recuerda al hombre -sea discreta o violentamente- de dónde viene y adónde debe volver. Tardé en entenderlo: la fascinación por la arena no es otra que la fascinación por nuestros orígenes y, también, por aquello hacia lo que todos estamos abocados.»
«Como el mar, como el fuego, el desierto tiene algo hipnótico: pueden pasar las horas y, al igual que no nos cansamos de ver cómo rompen las olas en un acantilado o cómo arden los troncos en una chimenea, tampoco nos cansamos de la inagotable actividad del desierto. Porque esto es, precisamente, lo que tienen en común estos tres paisajes de agua, fuego y tierra: que están en perpetua ebullición y que, en consecuencia, nunca ofrecen el mismo espectáculo.»
«Siempre he querido volver de los sitios a los que he viajado; nunca me he querido quedar en ninguna parte. La conclusión no es difícil de extraer: ningún lugar al que había viajado hasta entonces era el mío.»
«Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que lo que me atrae del vacío es el éxtasis de la posibilidad. Cierto que en el desierto puede caerse con suma facilidad en el vértigo del infinito; y cierto, también, que la pasión por la nada es mucho más peligrosa que su contraria: el afán de totalidad. Ahora bien, el éxtasis, el verdadero éxtasis, solo puede brotar del desprendimiento y vaciamiento al que todo desierto parece evocar y llamar.»
«Por fin comprendía que se nace para vivir, para nada más. Que vivir es la principal tarea y que, para llevarla a cabo, no es preciso desarrollar ninguna actividad en particular. El desierto me estaba haciendo descubrir que no hay excelencia alguna en la conquista -sea cual sea-, que la excelencia -si es que cabe hablar de ella- está en la misma vida, y que vivir consiste simplemente en descubrir lo elemental.»
«Finalmente había comprendido que esa tierra que llamamos desierto era necesaria para mí, quizá para todos. Que todos, o al menos yo, necesitamos poner la vista y el corazón en un espacio amplio y en un horizonte que no se termine. Solo así descansa la vista, creo; solo así descansa el hombre, estoy seguro. La amplitud del desierto curó heridas cuya existencia ignoraba. Y ni alma quedó ensanchada como las velas de un barco en un día de viento en alta mar.»
«Porque en eso radica el placer de caminar por el desierto: en que no eres nadie, en que eres todos, en que por fin eres aquel que has sido en otra vida y aquel que llegarás a ser, también en otra vida. Basta caminar por el desierto, solo caminar por el desierto, para convertirse en alguien diferente.»
«Belleza y pobreza: el binomio más misterioso, el más esencial. Cuanto más pobre y desolado era el paisaje que me rodeaba -concluí-, tanto más rico y lleno me sentía por dentro. Tanto más sabio cuantos menos pensamientos tenía o, para ser más preciso, cuanto más ajeno era al hecho mismo de pensar.»
«En el desierto se puede caminar durante días, semanas y hasta meses sin ver otra cosa que arena; ahora bien, siempre llega el momento en que aparece un maravilloso oasis que invita a detenerse y repostar. Por duro que sea el trayecto que conduce a un oasis, cualquier oasis merece siempre el esfuerzo del caminante. Tal es la satisfacción y la alegría que allí se obtienen, que el camino recorrido, el recuerdo del camino recorrido, no se hace tan arduo. Repuestas las fuerzas en el oasis, se vuelve a emprender un camino en el que no es infrecuente que el caminante vuelva a impacientarse. Y así hasta que de pronto, cuando menos lo espera -casi cuando desespera-, otro oasis vuelve a presentarse. Pues esto es precisamente lo que enseña el desierto: a caminar por la tierra y a parar donde hay agua, y así un día tras otro hasta que llega el momento en que se descubre que no solo se ama el oasis sino el camino mismo: que se ama la arena, la dificultad.»
«Más tarde comprendí que cuando un árabe te invita a sentarte a su vera a lo que te esta invitando es, exactamente, a lo que ha dicho: a estar sentado a su vera y no a conversar, como pensamos los europeos. Yo lo prefiero así, pues no soporto a la gente que habla demasiado. Por fortuna, las gentes del desierto son bastante silenciosas. Se diría que no solo tienen el desierto ante sus ojos, sino en su corazón. Cuando se habla poco, lo que se dice parece más importante. Al oír hablar a los saharauis siempre he tenido la impresión de que poseen esa sabiduría doméstica que tanto me gusta y que es la única necesaria para vivir. Tienen mucho que decir; por eso se recogen en el silencio.»
SINOPSIS: «El amigo del desierto», de Pablo d’Ors.
«Gracias a la contraportada de un libro supe que residía en Brno un hombre que había dedicado buena parte de su vida a viajar por muchos de los desiertos del planeta.’ Así arranca la historia de Pavel, a quien una enigmática asociación, llamada ‘Amigos del desierto’, le lleva a cambiar el rumbo de su vida. En sus repetidos viajes al Sahara, al principio acompañado por los Amigos y finalmente solo, el protagonista de este relato se adentra en el desierto, esa metáfora del infinito. Nada es lo que parece. Cada personaje, cada situación invitan a la aventura más importante, que no es otra que la interior. Son incontables los artistas, pensadores y místicos que han puesto su granito de arena en la poética del vacío. Con pulcritud y sobriedad, Pablo d’Ors se inserta en esta tradición y da un osado paso en profundidad en su obra narrativa. Un libro sobre la búsqueda de uno mismo y la contemplación. Un regalo para quienes aman la literatura de la luz.»
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