Ortega y Gasset. El hombre y la gente.

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«Pero la relación entre una señal y lo señalado, entre una apariencia y lo que en ésta aparece o lo que aparenta, entre un aspecto y la cosa manifiesta o aspectada en él, es siempre últimamente cuestionable y equívoca. Hay quien nos finge perfectamente toda la mise en scène del dolor de muelas sin padecerlo, para justificar fines privados. Ya veremos cómo, en cambio, la vida de cada cual no tolera ficciones, porque al fingirnos algo a nosotros mismos, sabemos, claro está, que fingimos y nuestra íntima ficción no logra nunca constituirse plenamente sino que en el fondo notamos su inautenticidad, no conseguimos engañarnos del todo y le vemos la trampa. Esta genuinidad inexorable y a sí misma evidente, indubitable, incuestionable de nuestra vida, repito, la de cada cual, es la primera razón que me hace denominarla «realidad radical». Pero hay esta otra. Al llamarla «realidad radical» no significo que sea la única ni siquiera que sea la más elevada, respetable o sublime o suprema, sino simplemente que es la raíz -de aquí, radical- de todas las demás en el sentido de que éstas, sean las que fueren, tienen, para sernos realidad, que hacerse de algún modo presentes o, al menos, anunciarse en los ámbitos estremecidos de nuestra propia vida.»


«Esa vida que nos es dada no es dada vacía y el hombre tiene que írsela llenando, ocupándola. Son esto nuestras ocupaciones. Esto no acontece con la piedra, la planta, el animal. A la piedra, cuando empieza a ser, no le es dada solo su existencia sino que le es prefijado de antemano su comportamiento -a saber, pesar, gravitar hacia el centro de la tierra-. Parejamente al animal le es dado el repertorio de su conducta que va, sin su intervención, gobernada por sus instintos.

Pero el hombre le es dada la forzosidad de tener que estar haciendo siempre algo so pena de sucumbir, más no le es, de antemano y de una vez para siempre, presente lo que tiene que hacer. Porque lo más extraño y azorante de esa circunstancia o mundo en que tenemos que vivir, consiste en que nos presenta siempre, dentro de su círculo u horizonte inexorable, una variedad de posibilidades para nuestra acción, variedad ante la cual no tenemos más remedio que elegir y, por tanto, ejercitar nuestra libertad. La circunstancia -repito-, el aquí y ahora dentro de los cuales estamos inexorablemente inscritos y prisioneros, no nos impone en cada instante una única acción o hacer, sino varios posibles y nos deja cruelmente entregados a nuestra iniciativa e inspiración, por tanto, a nuestra responsabilidad.»


«Pero la vida no es sino el ser del hombre -por tanto, eso quiere decir lo más extraordinario, extravagante, dramático, paradójico de la condición humana, a saber: que es el hombre la única realidad la cual no consiste simplemente en ser sino que tiene que elegir su propio ser.»


«Pero nuestro ser en cuanto «ser en la circunstancia» no es quieto y meramente pasivo. Para ser, esto es, para seguir siendo tiene que estar siempre haciendo algo, pero eso que ha de hacer no le es impuesto ni prefijado, sino que ha de elegirlo y decidirlo él, intransferiblemente, por sí y ante sí, bajo su exclusiva responsabilidad. Nadie puede sustituirle en ese decidir lo que va a hacer, pues aun entregarse a la voluntad de otro tiene que decirlo él.

Esta forzosidad de tener que elegir y, por tanto, estar condenado, quiera o no, a ser libre, a ser por su propia cuenta y riesgo, proviene de que la circunstancia no es nunca unilateral, tiene siempre varios y a veces muchos lados. Es decir, nos invita a diferentes posibilidades de hacer, de ser. Por eso nos pasamos la vida diciéndonos: «Por un lado», yo haría, pensaría, sentiría, querría, decidiría esto pero, «por otro lado»…La vida es multilateral. Cada instante y cada sitio abre ante nosotros diversos caminos.»


«De toda circunstancia, aun la extrema, cabe evasión. De lo que no cabe evasión es de tener que hacer algo y, sobre todo, de tener que hacer lo que, a la postre, es más penoso: elegir, preferir-. ¡Cuántas veces no se ha dicho uno que preferiría no preferir! De donde resulta que lo que me es dado cuando me es dada la vida no es sino quehacer. La vida, señores, bien lo saben ustedes, la vida da mucho que hacer. Y el más grave de ellos es conseguir que el hacer elegido en cada caso sea no uno cualquiera, sino lo que hay que hacer -aquí y ahora-, que sea nuestra verdadera vocación, nuestro auténtico quehacer.»


«El pensamiento europeo ha emigrado ya fuera del idealismo filosófico dominante desde 1640 en que Descartes lo proclamó -el idealismo filosófico para el cual no hay más realidad que las ideas de mi yo, de un yo, de mi moi-même. Las cosas, el mundo, mi cuerpo mismo serían solo ideas de las cosas, imaginación de un mundo, fantasía de mi cuerpo. Solo existiría la mente y lo demás, un sueño tenaz y exuberante, una infinita fantasmagoría que mi mente segrega. La vida sería así la cosa más cómoda que se puede imaginar.

Vivir sería existir yo dentro de mí mismo, flotando en el océano de mis propias ideas, sin tener que contar con nada más que con mis ideas. A esto se ha llamado idealismo. No tropezaría yo con nada. No tendría yo que ser en el mundo, sino que el mundo sería dentro de mí, como una película sin fin que dentro de mí se corría. Nada me estorbaría. Sería como Dios que flota, único, en sí mismo sin posible  naufragio porque es él, a la vez, el nadador y el mar en que nada. Si hubiere dos Dioses se zumbarían. Esta concepción de lo real ha sido superada por mi generación y dentro de ella muy concreta y enérgicamente por mí.

No, la vida no es existir solo mi mente, mis ideas; es todo lo contrario. Desde Descartes el hombre occidental se había quedado sin mundo. Pero vivir significa tener que ser, fuera de mí, en el absoluto fuera que es la circunstancia o mundo: es tener, quiera o no, que enfrentarme y chocar constante, incesantemente con cuanto integra ese mundo: minerales, plantas, animales, los otros hombres. No hay remedio. Tengo que apechugar con todo eso. Tengo velis nolis que arreglármelas mejor o peor, con todo ello. Pero eso -encontrarme con todo ello y necesitar arreglármelas con todo ello-, eso me pasa últimamente a mí solo y tengo que hacerlo solitariamente sin que en el plano decisivo -nótese que digo en el plano decisivo– pueda nadie echarme una mano.»


«Hablar es, en efecto, un poco danzar. La palabra, la verbalidad es de todas las funciones psíquicas la más arraigada en el cuerpo y por ello la que más depende del estado corporal en que se halle quien perora. No imagina, quien no habla en público, la pavorosa diferencia de fluencia verbal entre un día y otro. Hay ocasiones en que el orador se siente paupérrimo en vocablos, un proletario de la verbalidad, mientras hay otros en que percibe en torno de sí, rodeándole, brincando vivaz en su derredor, el rebaño innumerable de las palabras a su disposición, prestas a acudir, entre las que puede instantáneamente elegir y con un ligero signo llamar a la más precisa y sugestiva, a la más eufórica como diciéndole: ¡Salta monina!

Pero además, la oratoria no es solo verbo, palabra, sino que es gesto, fisonomía, temple muscular, fuerza torácica en el disparo o emisión de la frase. La faz, las manos del que perora bailan y siente que en los músculos de todo su cuerpo se inician germinantes pasos de danza. Pero esta honda condición corporal del decir en público proporciona a la oratoria una de las cosas más estimables en ella: el riesgo.»


«Entendíamos por realidad radical -hora es de recordarlo- no la única ni siquiera la más importante y ciertamente no la más sublime, sino, lisa y llanamente, aquella realidad primaria y primordial en que todas las demás, si han de sernos realidad, tiene que aparecer y, por lo tanto, tener en ella su raíz o estar en ella arraigadas. En este sentido de realidad radical, «vida humana» significa estricta y exclusivamente la de cada cual, es decir, siempre y solo la mía. Ese X que la vive y a quien suele llamar yo y el mundo en que ese «yo» vive me son patentes, presentes o compresentes, y todo ello, ser yo el que soy y ser ése mi mundo y mi vivir en él, son cosas que me acontecen a mí y solo a mí, o a mí en mi radical soledad.»


«Pero la filosofía no es, pues, una ciencia, sino, si ustedes quieren, una incidencia, pues es poner a las cosas y a sí mismo desnudos, en las puras carnes – en lo que puramente son y soy- nada más. Por eso es, si ella es posible, auténtico conocimiento -lo cual no son nunca sensu stricto las ciencias sino que son meras técnicas útiles para el manejo sutil, el refinado aprovechamiento de las cosas. Pero la filosofía es la verdad, la terrible y desolada, solitaria verdad de las cosas. Verdad significa las cosas puestas al descubierto, y esto significa literalmente el vocablo griego para verdad –alétheia, aletheúein-, es decir, desnudar.»


«La doctrina de Husserl se llama Fenomenología y consiste en llevar al extremo, al extremo de la plenitud y la precisión, pero también al extremo de su posible radicalismo, la tradición idealista. Es la forma última de éste y, a la vez, su cima. Por ello, según Husserl, la realidad radical es la conciencia, la mente. Se consideraba como el restaurador y mejorador de Descartes y esto le llevó a titular el libro en que expone la gran arquitectura de su filosofía Meditaciones cartesianas.

La fenomenología, tomada como doctrinal filosófico, nos parece hoy cosa un poco trivial, en cambio como mero instrumento intelectual el método fenomenológico nos parece un aparato prodigioso, como un microscopio para los conceptos, de un rigor y una pureza tales que ha permitido los grandes brincos que en filosofía y no solo en filosofía hemos dado en los últimos treinta años.»


«La vida es permanente encrucijada y constante perplejidad ante qué camino tomemos. En todo instante tenemos, queramos o no, que elegir lo que vamos a hacer, lo que vamos a ser. Lo verdaderamente terrible de la vida no es, pues, tanto no poder elegir el mundo en que vivimos sino, al revés, tener, queramos o no, que ejercitar nuestra libertad, decidir por nuestra cuenta lo que vamos a ser en este incanjeable mundo, en esta circunstancia que nos resiste.»

SINOPSIS: «El hombre y su gente», de Ortega y Gasset.

«El interés de José Ortega y Gasset por la sociología se fue incrementando según avanzaban los años treinta, cristalizándose en la publicación de El hombre y la gente. Este importante escrito se remonta en sus primeras redacciones a 1934 y 1936, aunque no aparece como texto unitario hasta las primaveras australes de 1939 y 1940 en Buenos Aires. En mayo de 1934 había hablado por primera vez de forma sistemática de un tema que desde entonces será frecuente en sus escritos y que, de una u otra forma, había apuntado ya antes: la comprensión del hombre inmerso en la sociedad y el análisis de la interrelación entre lo individual y «lo social». A finales de 1949 y principios de 1950 el filósofo expuso, en un curso de doce lecciones impartido en Madrid, el conjunto de su pensamiento sociológico y siguió trabajando sobre el manuscrito, casi listo para su publicación cuando la muerte lo sorprendió.»

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