Eugen Fink. Hegel.

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«La independencia significa separación, significa estar desgajado de otros entes. Independencia es separación o, como dice Hegel, ser para sí. Este término hegeliano es emitido con un doble sentido.  En alemán, esta expresión, «ser para sí»,  tiene unas veces el significado de estar desgajado, de estar separado. En el caso, por ejemplo, de cuando decimos que esto es una cosa de por sí, que con esto otro no tiene nada que ver. Pero luego es también el significado de relacionarse consigo mismo. Ambos significados van frecuentemente juntos. Así, cuando decimos de alguien que vive enteramente para sí mismo y por sí mismo, estamos queriendo decir que vive separado de los demás y que vive él mismo, que se relaciona de una forma explícita consigo mismo, que vive conscientemente su propia vida. Para Hegel, este doble sentido tiene una significación fundamental, en la medida en que la metafísica moderna pone ante todo la mismidad -esto es, la subjetividad- como esencia del solipsismo.»


«El hombre es un ser que a través de su libre autodeterminación, de una acción que es propia de él, se hace a sí mismo en lo que es efectuante y efectivamente real. El hombre vive dándose forma a sí mismo y realizándose a sí mismo; no es simplemente «en-sí», sino que tiene su propio ser como tarea que lleva a cabo, de tal o cual manera, a través de las decisiones de su libertad. Existe como su proyecto, no es simplemente «hombre» en-sí; es ante todo «para-sí», en cuanto se hace a sí mismo lo que él puede ser por medio de sí mismo. Con ello, el hombre está dotado de sí mismo y es autónomo de una manera nueva. Se realiza efectivamente a sí mismo en la autoafirmación, lleva a cabo un programa vital, realiza posibilidades que se le presentan a su actuar y elegir. Con ello no tiene ya la pasiva sí-mismidad de una mera cosa que simplemente está ahí, que sin más se presenta, sino que gana una sí-mismidad activa, la de la persona, del yo, de la libertad espiritual, de la existencia que se realiza en la decisión y la acción.

Podemos ir más allá y decir que el hombre no es nunca un inmediato subsistido, no es jamás un simple presentarse, ni siquiera un relacionarse consigo mismo. El hombre existe como relación, como relación consigo mismo, con los hombres que lo acompañan y con el mundo cósico en torno. La comprensión de sí mismo está unida a la comprensión del otro; la persona trata consigo misma, con las personas que lo rodean y con las cosas que son meramente cosas.» 


«Allá donde la filosofía entra con el pensamiento, no vuelve a crecer la hierba. En lugar del mundo abigarrado, multicolor, lleno de sonidos, bramidos y olores, un mundo apresable con las manos, asoma el nubarrón, gris como la ceniza, de los conceptos abstractos. Si ahora entrase un rayo en el aula y captásemos con los sentidos que esta está prendiéndose fuego, a saber, si estuviéramos viendo el resplandor del incendio y oliendo el olor a quemado, el conocimiento teórico de la nulidad de los objetos sensibles no nos serviría para pasar por alto el incendio que nos amenaza. Saldríamos huyendo del aula. Por ese estilo argumenta el buen sentido. La realidad efectiva vivida – y, lo que importa, vivida por los sentidos- es más fuerte que todo pensamiento que busque disolverla.»


«El punto de partida hegeliano en el planteamiento del problema apunta, como salta a la vista más obviamente, a  Kant. Piensa aquí contra Kant; cree pensar a Kant hasta el final y que así va más allá de él y lo lleva a su culminación. Hemos hablado ya del paralelismo estructural entre la Fenomenología del espíritu y la Crítica de la razón pura. El problema de las categorías conduce a Kant a diferenciar entre los phainomena y los noumena, esto es, entre el fenómeno y la cosa en sí.

El fenómeno es, para Kant, la dimensión de la experiencia del conocimiento pre-ituida en las intuiciones puras del espacio y el tiempo y pre-pensadas en su objetividad en las categorías. El fenómeno es el campo de la posible experiencia (en el sentido del conocimiento de la naturaleza). Como sean las cosas en sí, independientemente de las condiciones en que vienen a nosotros dentro de nuestras formas de la intuición y del pensamiento, es algo que no sabemos ni podemos saber. Captamos el ente según las condiciones de un entendimiento finito. Ciertamente, podemos pensar que el ente es independiente de nuestras formas de conocimiento, que es en sí; pero en su ser-en-sí nos es incognostible.

El pensar no es capaz de reconocer nada sobre la cosa desconocida en sí, carece de capacidad, es impotente. El pensamiento de la «cosa en sí» tiene para nosotros el sentido determinado de ser el ente en el modo como es visto inmediatamente por un intelecto infinito. La diferencia entre fenómeno y cosa en sí se corresponde, pues, con la que se da entre las capacidades cognitivas humanas y el conocimiento divino, que se produce en la intuición. Para Kant, esta división es de máxima importancia, pues con ella el hombre conoce sus límites. Es distinto en el caso de Hegel. Su cometido reside precisamente en la ruptura de esta delimitación kantiana de fronteras. Kant queda preso de lo finito y no llega al conocimiento pensante de lo infinito mismo. Para Hegel, no se trata de derivar la barrera que separa al hombre de Dios. Más bien, ve en el desgarramiento de la esencia unitaria del conocimiento (en uno finito y otro infinito contrapuesto a éste)  una «fijación» que no mantiene el pulso del pensar, como tampoco lo hace la contraposición fijadora entre fenómeno y cosa en sí.»


«El concepto hegeliano de autoconciencia está ligado al concepto contrapuesto de la autoenajenación. La esencia de la autoconciencia no reside para Hegel en el simple relacionarse-consigo-mismo, sino en el venir-a- í desde un estar-fuera-de-sí, en el ganarse-de-nuevo-a-sí-mismo desde un estar perdido. Este pensamiento se vuelve motivo central que atraviesa toda su filosofía. Pero su efecto ha ido incluso mucho más allá.

Para Feuerbach, la esencia de la religión consiste en un conocimiento falso de sí mismo, en una falsa trascendencia. Según él, el hombre proyecta fuera de sí su propia esencia en la imagen del Dios para adorarlo. Dios no sería sino el hombre exteriorizado. Sería entonces cuestión de volver a superar y anular la enajenación, para reconocer al hombre mismo en aquello que éste, hasta el momento, había proyectado fuera de sí como su Dios. De una manera diferente a Feuerbach concibe Marx la autoenajenación del hombre, a saber, como su objetualización en cuanto mercancía en el proceso histórico-mundial de la formación del proletariado.  Y también para él es cuestión de llevar al hombre de nuevo al autoconocimiento de su esencia mediante la superación de la enajenación en la que se ha perdido. Finalmente, en Nietzsche, este pensamiento alcanza un rango particular, que va mucho más allá del llano librepensamiento de Feuerbach. El hombre está enajenado de sí mismo en la medida en que se ha perdido en la sumisión a los valores que son en-sí. Los valores le vienen al encuentro como algo ajeno que se le ha impuesto. Sólo cuando se descubre como el creador de todas las tablas de valores, cuando revela la fuente oculta de la valoración desde la «óptica de la vida» es como se conoce a sí mismo. 

Nietzsche trató de ganar la autoconciencia del hombre en el superhombre. El superhombre es el hombre que se comprende a sí mismo, el que llega al autoconciencia de su esencia hasta entonces oculta y que, con ello, se recupera desde una situación de pérdida y enajenación. El motivo hegeliano actúa en Feuerbach, Marx y Nietzsche en un modo ya desvirtuado y determina el insalvable subjetivismo del pensamiento de ellos tres. Pero justo en la simplificación es donde la estructura del motivo del pensamiento se deja aprehender de entrada más fácilmente. La autoconciencia no es siempre algo ya disponible y existente, sino que surge a través del acto fundamental de la intuición. Solo en cuanto tiene lugar el reconocerse en el otro y en lo ajeno se conforma la autoconciencia.» 


«La autoconciencia en el sentido de Hegel es, esencialmente, un encontrarse en lo ajeno, es la superación de una autoenajenación. La autoconciencia tiene lugar como una acontecer, que representa un contraataque frente a un olvido que nos envuelve en general; tiene lugar como una anamnesis, un rememorar que no sólo nos recuerda los arquetipos (las ideas) de las cosas, como hacía la anamnesis platónica, sino que nos evoca también a nosotros mismos a partir de las cosas. Frente a un lethe más profundo, ha de ser ganada la a-letheia de la autoconciencia.»


«Y es que la conciencia referida al objeto, la que está cautivada por él, es una figura de la autoconciencia que aún no se conoce a sí misma. Es autoconciencia en el modo de la autoenajenación. A través de este no conocerse a sí misma es como se ha diferenciado y separado de la otra figura de la autoconciencia, del formal saberse a sí mismo. Ahora bien, la historia propia de la autoconciencia consiste en llevar a estas dos figuras, mutuamente ajenas, al reconocimiento de su esencia unitaria. Este es el camino desde el autoconciencia a la razón, a la primera manifestación del espíritu.»


«Las personas no son, sin más, las unas para las otras como si fueran meras cosas. Tienen, en cada caso, en sí mismas, su mutuo ser-la-una-para-la-otra. No se limitan a ser la una para la otra, sino que también se relacionan con su relación mutua. Una persona es en la medida en que se sabe reconocida por la otra. A la piedra que veo mi ser persona le es indiferente. Yo y piedra no se relacionan mutuamente. Pero el yo y el tú sí que toman en cada caso al otro como otro yo, sí lo reconocen.

El reconocimiento a partir de la referencia mutua de las personas toma la forma, por ejemplo, del rol social.  la «indiferencia» que los hombres pueden mostrar frente a sus congéneres en el día a día, y del que hacen gala la mayor parte de las veces, no es sino un modo negativo del reconocimiento. La autoconciencia de la persona es el reconocimiento mutuo a través de los otros, las dos «se reconocen como reconociéndose mutuamente». El reconocimiento mutuo entre las dos figuras fundamentales de la autoconciencia consiste ahora en un reconocimiento mutuo de la desigualdad de la relación.

Una de las figuras es la autoconciencia que ya sabe de sí misma, la otra es la que no se conoce, la que se ha perdido. Se han separado en una diferencia que se caracteriza como la lucha mutua de ambas por la autoafirmación. Una está cautiva del objeto, la otra estaba cabe sí, Pero todavía no como si hubiera venido a sí en lo ajeno. Crear la unidad de estas figuras que se repelen y obstinan mutuamente es la tarea propia de realización efectiva de la autoconciencia verdadera.»


«Para el señor el ser objetivo es solo lo negativo, aquello con lo que ha tenido la experiencia dialéctica; para el siervo, sin embargo, el mundo objetivo sigue teniendo significado real, aún está inmerso en él. Hegel empieza ahora con una interpretación grandiosa de la relación, en sí misma en movimiento, entre señorío y servidumbre. Esta relación no es estática, no permanece quieta, sino que se invierte en sí misma. Dicho con el lenguaje de la metáfora: el señor es el poder independiente, que se afirma en la negación de todo lo demás; en este negar gana su puro ser-para-sí, pero con su negar no desaparece lo negado, éste aún se encuentra ahí, como algo vigente para el siervo. El siervo es el siervo del señor. A través del siervo es como el señor se relaciona con lo que, en realidad, ha negado. Hegel simboliza esto mediante el goce.

El goce es la amortización, la anulación, la aniquilación del ente ajeno. Esto le resulta fácil y liviano al señor, puesto que es el siervo el que le ofrece los frutos de su trabajo para su goce. Y es que la relación del siervo respecto de la realidad efectiva independiente del mundo objetivo no resulta liviana, como le ocurre al señor, no es marcada por el goce ni está del todo exenta de experiencias tocantes a lo duro de lo real y efectivo, sino que es la difícil relación del trabajo. Solo a través del trabajo del siervo se hace posible el goce para el señor, a saber, la liviana, demasiado liviana, negación de la realidad efectiva independiente y el autogoce de su ser-para-sí. Ciertamente, el  siervo es también una forma determinada de la autoconciencia; por tanto, también él ha de buscar la negación del objeto. Pero la negación servil es impotente, no puede superar del todo el ser independiente del objeto, solo puede transformarlo, esto es, trabajar con él y elaborarlo. Con ello, Hegel tiene el primer punto de partida para una determinación esencial del trabajo: el trabajo es el intento de superar la naturaleza independiente, es el poder del sin-poder humano sobre ella.

Mediante el trabajo del siervo, la libertad del señor, que nada en el goce, permanece inmediatamente referida a la realidad efectiva que no ha sido superada. El siervo es el siervo del Señor, su hacer, de forma mediata, el hacer del señor; la libertad, en la que el señor está, no es ninguna libertad incondicionada, está mediada por el hacer del siervo. El señor, con su libertad, depende de que el siervo haga el trabajo. El señor puede negar totalmente con facilidad porque el siervo efectúa la negación más dificultosa y parcial. El señor, pues, en cierto modo, al ser dependiente del siervo y depender, en su libertad, de su servidumbre, es el siervo del siervo. El señorío se invierte a sí mismo en servidumbre. Y ahora Hegel muestra esta inversión también para la servidumbre. La servidumbre sabe también del señorío. Primero lo ve de manera objetiva, desde fuera, esto es, lo ve en el señor. La visión del señor proporciona y media ya la posibilidad de la libertad. Además, la servidumbre tiene ya experiencias tras de sí, en las que el siervo ha experimentado el miedo y la preocupación por sí mismo. No solo vive en el miedo del señor, sino, más aún, en el miedo al señor absoluto, a la muerte. El siervo, dice Hegel, se ha vuelto tal porque ha antepuesto la vida a la libertad.»


«El animal es inocente en el goce inmediato y, por lo demás, la naturaleza lo ha provisto con el instinto de guardar miel para los días sin flores. Pero el hombre que no trabaja solo tiene una libertad inauténtica, puesto que hay otros que lo hacen por él. El trabajo es una exteriorización del hombre que permanece transparente para él. El hombre se pone a sí mismo en las obras de su actividad y tiene en ellas la permanencia de su acción. El trabajo es formación, no solo en la medida en que transfigura el ente existente ante los ojos, en que lo forma, sino en la medida en que la vida formadora, en ello, se hace objetiva a sí misma.»


«Las dos figuras fundamentales de la autoconciencia, el puro saber de sí (el señor) y el saber cautivo del objeto (el siervo) no pueden, simplemente, ser llevados a una unificación inofensiva, por el mero hecho de que su diferencia fuera conducida sin más a desaparecer. Antes bien, el señor ha de reconocerse, justamente, en el siervo, y viceversa. El siervo ha de quedar esclarecido como el ser-fuera-de-sí del señor. La igualdad e identidad de señor y siervo parece quedar ya alcanzada para la autoconciencia cuando ésta piensa la experiencia dialéctica que había tenido con el objeto. Éste era, en un primer momento, un sólido y aprehensible objeto de los sentidos, que se podía apresar, ver, oír. Estaba simplemente ahí, impenetrable en su factibilidad. La conciencia no tenía sino que llegar a él y aprehenderlo. Pero la conciencia referida al objeto se iba desprendiendo cada vez más del objeto e iba viendo y penetrando en el velo sensible en el que el ente se situaba frente a él. Cuando, finalmente, encontró de nuevo el concepto en la cosa misma, se había convertido en pensar.

Hegel no determina el pensar como lo hacemos nosotros en el uso cotidiano de la palabra, a saber, como tener algunas ocurrencias facultativas acerca de las cosas. El pensar es aquella relación con los entes que vienen a nuestro encuentro en cuanto objetos que desgarra el velo sensible y haya la cosa misma como puro concepto. Por ende, cuando la conciencia del objeto (el siervo) se ha convertido en conciencia pensante, entonces se le desmorona también el carácter ajeno del objeto. El concepto en la cosa y el concepto en el entendimiento pensante son lo mismo. El pensar (así entendido) le trae la libertad al siervo. Ya no está encadenado a otro diferente a él.»


«Es en la doctrina de la autoconciencia donde se sitúan las decisiones fundamentales de la filosofía hegeliana. Esto puede sonar, a primera vista, como una afirmación arbitraria. Pero el transitar atento y meditante a través de la doctrina hegeliana de la autoconciencia permite reconocer que aquí se trata del problema fundamental de la relación entre lo finito y lo infinito, sobre el que se basa toda la filosofía de Hegel. Ahora bien, ¿en qué sentido la pregunta por la relación de lo finito con lo infinito es el problema de la autoconciencia? Esto es extraño e incomprensible solo en la medida en que nos atenemos al concepto habitual de autoconciencia y con ello se entiende el modo como el dios se sabe a sí mismo, como está referido reflexivamente a sí mismo. El yo se sabe entonces como el yo limitado, que se mantiene apartado frente a todo lo que él no es. O bien: se sabe a sí mismo en un distinguirse a sí mismo del todo no-yo.

La autoconciencia, en  sentido habitual, separa pues al yo frente a todo otro ente, lo circunscribe en lo que le es propio, en lo que lo aísla frente a lo ajeno a él. Más el concepto de autoconciencia de Hegel se refiere justo a lo contrario. El Yo ha de reconocerse en todo lo que, por lo general, considera como no perteneciente a él. ¿no significa esto -podría preguntarse ahora- una ampliación sin sentido del yo, que abarca el mundo entero en él, que se hincha de una manera fantasiosa y desborda sus límites? Esta formulación de la pregunta, ¿no supone un mero sin sentido, un desvarío del pensamiento? Así sería si Hegel pretendiera el absurdo intento de hacer del yo el único ente y degradar al mundo entero a una mera formación del yo. Así sería si Hegel mantuviera al yo en su determinabilidad finita,  en el modo como lo conocemos en primer término, para introducir en él, de manera apretada, todo lo que es. Pero un yo tan absurdamente ampliado no es sino un «tonel» de finitudes, él mismo permanece finito, solo que atiborrado de cosas finitas.

Hegel gana el acceso a la autoconciencia, sin embargo, como hemos visto, solo con la consideración y la mirada en la «vida», esto es, con la mirada en la infinita profundidad del ser que engendra a los múltiples entes desde sí y los reasume en sí mismo. Es solo cuando, en el examen dialéctico, detrás del objeto aparece al alcance de la vista la vida infinita cuando puede caerse la división que separa al yo del hombre. El yo finito y el objeto finito pierden los dos su independencia fijada que tienen el uno frente al otro y devienen transparentes como figuras de la vida infinita. Es de máxima significación  que Hegel exponga el concepto de lo infinito primero en la ontología de la cosa, dialécticamente conducida. Pues la vida infinita precisamente no se aprehende partiendo del hombre, como  quizá podría pensarse, sino mediante un radical pensar-hasta-el-final del ente, de la cosa, de la sustancia. Y solo entonces es cuando el concepto alcanzado de lo infinito se aplica también a la relación cognostente del yo con la cosa; ésta se presenta como una forma de relación de dos finitudes. Y solo tras la superación de las fijaciones finitas de objeto y yo, que se limitan mutuamente, es como puede llegarse al descubrimiento de la infinitud interior del yo. El yo que se lleva a autoconciencia es el yo infinito, que contempla todo ente y toda figura finita de sí mismo como finitizaciones de sí mismo.»


«Todo ente que esté marcado por la autoconciencia, esto es, por la libertad, se haya liberado de la presión de la naturaleza que, por lo demás, domina y atraviesa todo ser vivo. Liberado y abandonado a sí mismo, se encuentra en la permanente necesidad de la decisión, en la miseria de tener que elegir, en la tensión del «O bien, o bien». Toda elección es también una renuncia. Toda ganancia está ensombrecida por el saber de lo otro que se ha perdido.

La desventura es vista así como la inevitable  unilateralidad y limitación de la existencia histórica, que únicamente puede apresar una posibilidad cuando, al mismo tiempo, aparta otras. Aun cuando se quiera concebir la desventura existencial del hombre de manera todavía más radical que refiriéndose solo a limitación de la libertad humana, y cuando se apunte hacia una desventura más originaria y se alumbre la constitución del ser del hombre con referencia a su nulidad más íntima, la finitud de la existencia, aún así cabrá preguntarse si, con ello, se ha hallado el concepto hegeliano de la desventura de la conciencia.»


«La conciencia gana su sí mismo en la medida en que se des-sí-mismiza, se des-realiza. Esto puede sonar exagerado, pero es el sentido preciso del curso del pensar hegeliano. Ee ha querido ver en estos pasajes de muy difícil tránsito una justificación de la ascesis, del monacato, del vaciamiento de sí. Ciertamente, Hegel habla aquí con el lenguaje de la ascesis. Pero no se trata de la ascesis en cuanto un determinado comportamiento existencial del hombre respecto del mundo, de la negativa a los goces terrenales y del apartarse del pecaminoso mundo. Se trata de una «ascesis» en sentido ontológico.

La conciencia pensante, que piensa lo universal del ente, no ha de afirmarse como lo singular frente al universal en ella pensado, como un ente singular entre otras cosas. Debe renunciar a su efectiva realidad singular independiente, ha de «sacrificarse». Mientras la conciencia pensante sigue aferrada a sí misma como a una realidad efectiva y singularizada en medio del mundo, las universalidades en ella pensadas permanecerán «afuera» y tendremos únicamente un «contacto» de las dispares esferas del ser, la de la conciencia pensante, por un lado, y la de lo universal, por otro; esto es, de las estructuras pensadas. Lo que Hegel tiene en mente con lo que dice acerca del sacrificio es una inversión fundamental de la mirada, a saber, la inversión que va desde la mirada de la conciencia intramundana a la conciencia-de-mundo.»


«El concepto de razón no es el concepto de una facultad existente ante los ojos, que esté, por ejemplo, junto a la sensibilidad y el entendimiento y que signifique una dotación del hombre. La razón, por decirlo así, no existe en absoluto. Únicamente emerge en la experiencia dialéctica que hace la conciencia comprensora del ser en su largo camino partiendo de la certeza sensible.

La razón surge en el cambio que convierte la experiencia negativa de la conciencia desventurada en positiva. La positividad de la misma consiste en que la conciencia no se relaciona ya con un  ser-otro, con algo ajeno que ella no es, sino que se reconoce a sí misma efectivamente en lo que hasta ahora le había sido ajeno. La conciencia pensante únicamente se sabe como el movimiento de las ideas sobre el ser; aniquilado en el sacrificio su realidad efectiva singular junto a otras realidades y así se ha hecho verdadero pensamiento puro. Antes, en la figura de la conciencia desventurada, le importaban su autonomía y su libertad, a expensas del mundo. Se había situado junto al mundo, junto al ente, y en este situarse-junto ha tratado de afirmarse. Sin embargo, puesto que en el sacrificio como superación de sí misma, como supresión de su figura finita, ha engendrado penosamente de su seno el ser-para-sí -como dice Hegel-, entonces ya no está inquieta por una oposición al mundo, «se pone en paz con el mundo».»


«Por una parte, tenemos que el Espíritu, como autoconciencia contemplada por la razón observante, puede aspirar a «conformarse» al mundo de las objeciones ya existentes, a incorporarse adaptándose, con sus acciones-hecho, en un mundo humano que ya existe y que tiene para sí el derecho de la realidad efectiva. Pero también, por otra parte, el espíritu puede posicionarse contra la realidad efectiva establecida del Estado, de las costumbres y de las valoraciones y puede reclamar el derecho del individuo, puede querer emanciparse del modo como lo hacen todos los demás. El espíritu -explica Hegel- retoma entonces, siguiendo su inclinación y su pasión, los singular y lo particular de la figura tradicional, elige, prefiere, desecha e intenta que la realidad efectiva y predada del espíritu termine por «conformarse» a él.

Puede abrir una brecha y convertirse en señal de aviso de una futura tormenta. En los dos casos, empero, el espíritu se comporta «negativamente». Donde se adapta, niega su individualidad esencial; donde se rebela, niega su universalidad igualmente esencial. En el crimen -afirma Hegel- alcanza la autocontraposición del espíritu frente a la realidad efectiva de sí mismo en instituciones y formulaciones de leyes su forma individual más extrema y acentuada, puesto que el individuo supera y anula el mundo ético únicamente  de un «modo singular». El genio que abre caminos lo hace también. Pero «de un modo universal y con ello para todos, suplantando por otros el mundo, el  derecho, la ley y las costumbres existentes». Estos iniciadores de caminos hacia un nuevo mundo aparecen en el antiguo como criminales y pueden acabar tomándose la cicuta o pendiendo en la cruz de la deshonra, que, posteriormente, es elevado a símbolo de la victoria.»

SINOPSIS: «Hegel. Interpretaciones fenomenológicas de la Fenomenología del Espíritu», de Eugen Fink.

«La presente obra ha sido elaborada a partir de las lecciones de Eugen Fink sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, con las que el autor intentó responder a la exigencia planteada por Edmund Husserl de ir «a las cosas mismas» y filosofar desde ellas a la hora de interpretar un texto de la historia de la filosofía. Fink, destacado representante de la filosofía alemana de la segunda mitad del siglo XX, no se limita a aplicar el instrumental desarrollado por la fenomenología, sino que deja claro que el método y la cosa no han de separarse. Impartidas por primera vez en 1948, estas lecciones, pues, no solo explican los pensamientos de Hegel, y con ello los hacen más comprensibles, sino que son filosofía en sentido genuino. «Las investigaciones que siguen vienen marcadas no sólo por la pretensión de entender un texto, sino, más bien, de avanzar hacia la “cosa misma” (die Sache selbst) que pueda estar en la mirada pensante de Hegel. Se trata para nosotros, para cada uno de nosotros, de la cosa misma y sólo de ella, en la medida en que aspiramos a hacer comprensible nuestra existencia (Dasein).»

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