Michel de Montaigne. Ensayos completos.
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«Nos esforzamos por llenar la memoria y dejamos vacío el entendimiento y la conciencia. Así como los pájaros van a veces en busca del grano y lo llevan en el pico sin probarlo para alimentar con él a sus polluelos, así nuestros maestros picotean la ciencia en los libros poniéndosela en el borde de los labios solamente, para desembucharla sin más, lanzándola al viento. Guardamos las ideas y el saber de otros y nada más. Es menester hacerlos nuestros. Harto nos parecemos a aquel que, teniendo necesidad de fuego, se fue a buscarlo a casa del vecino y, hallando allí uno grande y hermoso, quedose allí calentándose sin acordarse ya de llevar un poco para su casa. ¿De qué nos sirve tener la panza llena de carne si no la digerimos?¿Si no se transforma en nosotros?¿Si no nos aumenta ni fortalece? Tanto nos apoyamos en los brazos de los demás que anulamos nuestras fuerzas. ¿Que quiero armarme contra el miedo a la muerte? Hágolo a expensas de Séneca. ¿Que quiero tener consuelo para mí o para otro? Tómolo de Cicerón. Tomaríalo de mí mismo si me hubieran enseñado a ello. Nada me gusta esta inteligencia relativa y mendigada.»
«Pues si abraza las opiniones de Jenofonte y de Platón por propio razonamiento ya no serán de ellos, sino suyas. Quien a otro sigue, no sigue nada. Nada halla porque nada busca. Que al menos sepa que sabe. Ha de imbuirse de sus actitudes, no aprender sus preceptos. Y que tengan la osadía de olvidar, si quiere, de dónde le vienen, más sabiendo apropiárselas. La verdad y la razón son patrimonio de cada uno y no pertenecen más a quien las ha dicho primero que a quien las dice después. No es más el parecer de Platón que el mío, pues tanto él como yo vémoslo y entendémoslo de igual manera. Las abejas picotean en esta y en aquella flor; mas después hacen con ello la miel que es de todas; ya no es ni tomillo ni mejorama; así transformará él las piezas tomadas de otro, fundiéndolas para hacer con ellas una obra totalmente suya, es decir, su juicio: su educación, su trabajo y su estudio no hacen más que formarlo.»
«De buen grado vuelvo a esa idea de la inepcia de nuestra educación. Ha tenido como fin hacernos, no buenos y sensatos, sino cultos: lo ha conseguido. No nos ha enseñado a perseguir y a abrazar la virtud y la prudencia, sino que nos ha grabado su derivación y etimología. Sabemos declinar virtud aunque no sepamos amarla: si no sabemos lo que es la prudencia en la realidad y la experiencia, lo sabemos por definición y de memoria. No nos contentamos con saber la raza, los parentescos y las alianzas de nuestros vecinos, queremos tenerlos todos como amigos y entablar con ellos cierta conversación y cierto entendimiento: nos ha enseñado las definiciones, las divisiones y particiones de la virtud, como los apellidos y las ramas de una genealogía, sin cuidarse para nada de entablar entre ella y nosotros alguna práctica de familiaridad y de trato privado. Ha escogido para nuestras enseñanzas, no los libros que encierran las ideas más sanas y verdaderas, sino aquellos que hablan el mejor griego y el mejor latín, y con esas hermosas palabras no ha vertido en el magín las ideas más vanas de la antigüedad.
Una buena educación cambia el juicio y las costumbres, como le aconteció a Polemón, aquel joven griego libertino, el cual, habiendo ido a escuchar por casualidad una lección de Jenócrates, no solo se percató de la elocuencia e inteligencia del lector, ni se llevó únicamente a su casa la ciencia de una hermosa materia, sino un fruto más evidente y sólido, que fue el repentino cambio y la enmienda de su vida anterior. ¿Quién sintió jamás semejante efecto de esta nuestra instrucción?»
«Ocurre que con frecuencia cada cual prefiere platicar acerca de la profesión de otros en lugar de la suya, considerando que ello supondrá la conquista de una nueva reputación. Una hombre de vocación jurídica, llevado días atrás a ver un despacho condimentado con toda clase de libros de su profesión y de todo tipo, no halló en él ocasión alguna de plática. Mas detúvose a censurar dura y magistralmente una saetera situada sobre la escalera de caracol del estudio, con la que todos los días se topan cien capitanes y soldados sin percatarse ni escandalizarse.»
SINOPSIS: «Ensayos completos», de Michel de Montaigne.
«Montaigne es el hijo por excelencia del Renacimiento. Y de su padre, naturalmente, que se empeñó en que la lengua materna de su hijo fuese el latín. De ese modo, el pequeño Michel a los seis años leía las «Metamorfosis» en su lengua original, y uno después a Virgilio, cuyas «Geórgicas» admiraría hasta el final. Estudió leyes en Toulouse; fue alcalde de Burdeos como su padre; leyó el «Heptamerón» y hospedó en su casa a Enrique de Navarra; viajó por Suiza, Italia y Alemania, y dejó un «Diario de viaje» que vio la luz doscientos años después.
Tuvo un amigo, Étienne de la Boétie: su amistad, como la de Niso y Euríalo, como la de Pílades y Orestes, ha pasado a ser figura y paradigma. Los «Ensayos» es una de esas obras que puede figurar sin reparo en la biblioteca esencial de la humanidad y nos reconcilia con ella.»
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