Bertrand Russell. La conquista de la felicidad.

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«Hay otra cosa importante en la enseñanza del amor sexual. Los celos no debieran considerarse como una porfía basada en un derecho, sino como una desgracia para quien los padece y como una equivocación en cuanto a su finalidad. Cuando la idea de posesión interviene en el amor, este pierde su capacidad vivificante y devora la personalidad; cuando tal idea no existe la personalidad se agranda y aumenta la intensidad vital. En épocas pasadas los padres malograban las relaciones con sus hijos hablándoles del amor como un deber. Maridos y mujeres malogran también sus relaciones con frecuencia por la misma equivocación. El amor no puede ser un deber porque no está sometido a la voluntad. Es un don divino, el mejor que los dioses nos pueden conceder. Quienes lo encierran en una jaula, destruyen la belleza y la alegría que sólo puede tener en libertad. Una vez más, el miedo es el enemigo. Quien teme perder lo que constituye la felicidad de su vida, ya lo ha perdido. En esto, como en otras cosas, el valor es la esencia de la sabiduría.»


«Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos. Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación. En la actualidad, las chicas se ganan la vida, en gran parte porque esto les permite buscar excitación por las noches y escapar del “agradable rato en familia” que sus abuelas tenían que soportar. Todo el que puede vive en una ciudad; en Estados Unidos, los que no pueden, tienen coche, o al menos una motocicleta, para ir al cine. Y por supuesto, tienen radio en sus casas. Chicos y chicas se encuentran con mucha menos dificultad que antes, y cualquier chica de servicio espera disfrutar, por lo menos una vez a la semana, de tal cantidad de excitación que a una heroína de Jane Austen le habría durado toda una novela.

A medida que ascendemos en la escala social, la búsqueda de excitación se hace cada vez más intensa. Los que pueden permitírselo están desplazándose constantemente de un lado a otro, llevando consigo alegría, bailes y bebida, pero por alguna razón esperan disfrutar más de estas cosas en un sitio nuevo. Los que tienen que ganarse la vida reciben obligatoriamente su cuota de aburrimiento en las hora de trabajo, pero los que disponen de dinero suficiente para librarse de la necesidad de trabajar tienen como ideal una vida completamente libre de aburrimiento. Es un noble ideal, y líbreme Dios de vituperarlo, pero me temo que, como otros ideales, es más difícil de conseguir que lo que suponen los idealistas. Al fin y al cabo, las mañanas son aburridas en proporción a lo divertidas que fueron las noches anteriores.

Una vida demasiado llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer. Una persona habituada a un exceso de excitación es como una persona con una adicción morbosa a la pimienta, que acaba por encontrar insípida una cantidad de pimienta que ahogaría a cualquier otro. Evitar el exceso de excitación siempre lleva aparejado cierto grado de aburrimiento, pero el exceso de excitación no sólo perjudica la saludo sino que embota el paladar para todo tipo de placeres, sustituyendo las satisfacciones orgánicas profundas por meras titilaciones, la sabiduría por la maña y la belleza por sorpresas picantes. No quiero llevar al extremo mis objeciones a la excitación. Cierta cantidad es sana, pero, como casi todo, se trata de una cuestión cuantitativa. Demasiado poca puede provocar ansias morbosas, en exceso provoca agotamiento. Así pues, para llevar una vida feliz es imprescindible cierta capacidad de aguantar el aburrimiento, y ésta es una de las osas que se deberían enseñar a los jóvenes.»


«Y el amor no sólo es una fuente de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas muy nobles y otras menos.

Los estoicos y los primeros cristianos creían que el hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso, sin ayuda humana: otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y otros el del mero placer personal. Todos estos filósofos solitarios, en el sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado, y no sólo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión, todos estos puntos de vista son falsos, y no sólo en teoría ética, sino como expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien consiste en ser independiente de la persona amada.»


«Viejos y jóvenes, en cuanto alcanzan la edad de la discreción, tienen igual derecho a decidir por sí mismos y, si se da el caso, a equivocarse por sí mismos. No se debe aconsejar a los jóvenes que cedan a las presiones de los viejos en asuntos vitales. Supongamos, por ejemplo, que es usted un joven que desea dedicarse al teatro, y que sus padres se oponen, bien porque opinen que el teatro es inmoral, bien porque les parezca socialmente inferior. Pueden aplicar todo tipo de presiones; pueden amenazarle con echarle de casa si desobedece sus órdenes; pueden decirle que es seguro que se arrepentirá al cabo de unos años; pueden citar toda una sarta de terroríficos casos de jóvenes que fueron tan insensatos como para hacer lo que usted pretende y acabaron de mala manera.

Y por supuesto, puede que tengan razón al pensar que el teatro no es la profesión adecuada para usted; es posible que no tenga usted talento para actuar o que tenga mala voz. Pero si éste es el caso, usted lo descubrirá enseguida, porque la propia gente de teatro se lo hará ver, y aún le quedará tiempo de sobra para adoptar una profesión diferente. Los argumentos de los padres no deben ser razón suficiente para renunciar al intento. Si, a pesar de todo lo que digan, usted lleva a cabo sus intenciones, ellos no tardarán en ceder, mucho antes de lo que usted y ellos mismos suponen. Eso sí, si la opinión de los profesionales es desfavorable, la cosa es muy distinta, porque los principiantes siempre deben respetar la opinión de los profesionales.»

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«El dramaturgo cuyas obras nunca tienen éxito deberá considerar con calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si descubre que encaja con los hechos, debería adoptarlas, como haría un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir. No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas.

Si perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si perteneces a la segunda, es ridícula. Cuando lleves muerto cien años, será posible saber a qué categoría pertenecías. Mientras tanto, si usted sospecha que es un genio pero sus amigos sospechan que no lo es, existe una prueba, que tal vez no sea infalible, y que consiste en lo siguiente: ¿produce usted porque siente la necesidad urgente de expresar ciertas ideas o sentimientos, o lo hace motivado por el deseo de aplauso?

En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un tipo de trabajo totalmente diferente. Esta clase de hombre, si no consigue que se aplauda su arte, lo mejor que podría hacer es renunciar.

Y hablando en términos más generales, cualquiera que sea su actividad en la vida, si descubre usted que los demás no valoran sus cualidades tanto como las valora usted, no esté tan seguro de que son ellos los que se equivocan. Si se permite usted pensar eso, puede caer fácilmente en la creencia de que existe una conspiración para impedir que se reconozcan sus méritos, y creer eso le hará desgraciado con toda seguridad. Reconocer que nuestros méritos no son tan grandes como habíamos pensado puede ser muy doloroso en un primero momento, pero es un dolor que pasa, y después vuelve a ser posible vivir feliz.»


«En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y consigue resultados que no sólo le parecen importantes a él, sino también al público en general, aunque éste no entienda ni una palabra. En este aspecto es más afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema, llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada) de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein es feliz mientras que los pintores son desgraciados.

Muy pocos hombres pueden ser auténticamente felices en una vida que conlleva una constante autoafirmación frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus corrillos y se olviden del frío del mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera, si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza.»


«En realidad, la envidia es un tipo de vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras. Supongamos que yo gano un salario suficiente para mis necesidades. Debería estar satisfecho, pero me entero de que algún otro, que no es mejor que yo en ningún otro aspecto, gana el doble. Al instante, si soy de condición envidiosa, la satisfacción que debería producirme lo que tengo se esfuma, y empiezo a ser devorado por una sensación de injusticia. La cura adecuada para todo esto es la disciplina mental, el hábito de no pensar pensamientos inútiles. Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente.

Si lo que deseas es la gloria, puedes envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió. Por tanto, no es posible librarse de la envidia sólo por medio del éxito, porque siempre habrá en la historia o en la leyenda alguien con más éxito aún que tú. Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno.»


«En otro tiempo, la educación estaba concebida en gran parte como una formación de la capacidad de disfrute (me refiero a las formas más delicadas de disfrute, que no son accesibles para la gente completamente inculta). En el siglo XVIII, una de las características del “caballero” era entender y disfrutar de la literatura, la pintura y la música. En la actualidad, podemos no estar de acuerdo con sus gustos, pero al menos eran auténticos. El hombre rico de nuestros tiempos tiende a ser un tipo muy diferente. Nunca lee. Si decide crear una galería de pintura con el fin de realzar su fama, delega en expertos para elegir los cuadros; el placer que le proporcionan no es el placer de mirarlos, sino el placer de impedir que otros ricos los posean.

En cuanto a la música, si es judío puede que sepa apreciarla; si no lo es, será tan inculto como en todas las demás artes. El resultado de todo esto es que no sabe qué hacer con su tiempo libre. El pobre hombre se queda sin nada que hacer como consecuencia de su éxito. Esto es lo que ocurre inevitablemente cuando el éxito es el único objetivo de la vida. A menos que se le haya enseñado qué hacer con el éxito después de conseguirlo, el logro dejará inevitablemente al hombre presa del aburrimiento.»

SINOPSIS: «La conquista de la felicidad», de Bertrand Russell.

«Esta obra afirma que lo segundo: el ser humano se debe mostrar activo en la eliminación de las trabas al despliegue de la felicidad, comenzando por eliminar esas pasiones egocéntricas que son la envidia, el miedo o la conciencia de pecado y reforzando las que impulsan hacia fuera de sí mismo, que invitan a sentirse parte de la corriente de la vida: «Cuantas más cosas interesen a alguien, más oportunidades de felicidad tendrá», afirma, para concluir que el ser feliz es el que se siente ciudadano del universo «y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda». Una obra de autoayuda… si no fuera porque se trata de un proyecto, de raigambre estoica, de repensar el ser humano y su posición en el mundo.»

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