Immanuel Kant. Lecciones de ética.
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«Muchas veces el hombre se muestra dispuesto a hacer algo que no sabe si haría llegado el momento, como el caso de quien piensa a menudo que, de tocarle el premio “gordo” en la lotería, le gustaría llevar a cabo tal o cual acción magnánima, siendo ésta una declaración de intenciones completamente estéril. Algo parecido ocurre con el malhechor que ve aproximarse a la muerte, albergando entonces la más honrada y sincera intención; ésta puede ser todo lo sincera que se quiera, pero no tiene modo de saber si la llevaría a cabo en caso de librarse de la muerte, pues en esas condiciones es incapaz de imaginar que, si se librara se ésta, bien pudiera volver a ser el mismo bribón de antes. Sin duda, uno puede cambiar, pero no tan de repente. El hombre ha de ir conociéndose poco a poco.»
«Los hombres tienen dos maneras de valorarse; según se comparen con la idea de perfección o en relación con los demás. Si uno se valora de acuerdo con la idea de perfección, encuentra en ésta una magnífica piedra de toque; en cambio, si se valora sirviéndose de la comparación con los demás, los resultados así obtenidos pueden llegar a ser los contrarios de la valoración realizada conforme a la idea de perfección, pues todo depende aquí de cuál sea la condición de aquellos con los que uno se compara. Cuando uno se compara con la idea de perfección, siempre queda muy rezagado con respecto a ella y tiene que afanarse mucho para asemejarse a la misma, mientras que si se compara con los demás puede decidir poseer un gran valor, en la medida en que aquellos con quienes se compara pueden ser unos consumados canallas. Los hombres prefieren compararse con los demás y valorarse conforme a ello, pues de esa comparación obtienen un resultado mucho más favorable. Incluso eligen siempre los peores en vez de los mejores de entre aquellos con los que quieren compararse, ya que de esta forma pueden descollar mejor.
Si se comparan con personas que poseen mayor valor, el resultado de su autovaloración será desfavorable. En estas circunstancias quedan únicamente dos maneras de igualarse con la perfección de los demás, o bien intento conseguir para mí la perfección que el otro posee, o bien trato de rebajar su perfección. Así pues, o incremento mi perfección o disminuyo la perfección de los demás, de modo que yo aparezca en todo momento como superior. Ahora bien, como esto último es lo más cómodo, los hombres prefieren rebajar la perfección de los demás antes que elevar la suya. Éste es el origen de los celos.
Cuando los hombres se comparan con los demás y encuentran en el prójimo perfecciones, se ponen celosos por cada perfección descubierta en los otros e intentan rebajarlas para que sobresalgan las suyas. Éstos son los celos envidiosos. Pero si trato de aumentar mis perfecciones de forma que se asemejen a las de otro, se trata entonces de una emulación. Los celos constituyen, pues, un género formado por dos especies: celos envidiosos y celos emuladores. Siendo así que los celos emuladores entrañan un esfuerzo mucho mayor, es natural que los hombres sucumban antes los celos envidiosos.»
«Los conceptos teológicos resultan ser tanto más corruptos cuanto más degenerados estén los conceptos morales. Si en la teología y en la religión los conceptos de la moral fueran puros y santos, no sería preciso esforzarse por agradar a Dios de una manera humana e inconveniente. Cada uno se representa a Dios según el concepto más extendido como un grandioso Señor que es más poderoso que el señor más poderoso aquí en la tierra. De ahí que cada niño se configure también un concepto de moralidad conforme al concepto que se ha formado de Dios. Por eso los hombres se esfuerzan por ser gratos a Dios ensalzándole e intentado conquistar su simpatía y le alaban como si se tratara de ese gran Señor que no encontramos aquí en la tierra; los hombre conocen sus propios vicios y piensan que todo hombre debe tener vicios parecidos, de suerte que nadie estaría en situación de hacer algo bueno; creen que presentando sus pecados de rodillas ante Dios y lamentándose por ello le honran, sin darse cuenta de que tan pobre alabanza por parte de semejantes gusanos -cual son los hombres- es algo reprobable a los ojos de Dios. No advierte que no puede alabar a Dios en absoluto.
Honrar a Dios es ejecutar de buen grado sus mandatos, y no cantar sus alabanzas. Sin embargo, cuando un hombre moral se esfuerza por aplicar la ley moral en virtud de un móvil interior, basado en la bondad intrínseca de la acción, sí que están honrando a Dios. Pero si debemos ejecutar sus mandatos porque así lo ha ordenado y porque es tan poderoso que nos puede obligar a ello por la fuerza, entonces los ponemos en práctica por un mandamiento, por miedo y temor, sin considerar para nada la justicia de la prescripción y sin saber por qué debemos hacer lo que Dios ha ordenado y por qué debemos obedecerle; en definitiva, la vis obligandi no puede consistir en la fuerza. Quien así amenaza, no obliga, sino que extorsiona. Si debemos ejecutar la ley moral por miedo al castigo y no al poder de Dios, eso significa que no hacemos lo que Dios ordena por deber y obligación, sino por temor, lo cual, desde luego, no mejor nuestro corazón.»
SINOPSIS: «Lecciones de ética», de Immanuel Kant.
«A pesar de que Kant dedicó más de cuatro décadas a la docencia universitaria, es ésta una faceta del filósofo de Königsberg que ha sido bastante desatendida hasta el momento. En el caso concreto de las Lecciones de ética, dictadas entre los años 1775 y 1781, nos encontramos ante un texto de valor inestimable para estudiar el proceso evolutivo del planteamiento moral de Kant. Su lectura nos proporciona las claves necesarias para comprender mejor, por ejemplo, nada menos que la estructura de la propia Crítica de la razón práctica o ciertos temas de la Metafísica de las costumbres, ya que la mayor parte de los problemas abordados en esas obras reciben cumplida explicitación en estas Lecciones de ética, cuyo continuo descenso a la casuística nos permite explorar la cara oculta del formalismo kantiano.»
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