Eugen Fink. La filosofía de Nietzsche.

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«Salvo muy pocos escritos, los libros de Nietzsche no tienen el carácter de esas obras que discurren con un estilo argumentativo y que muestran un desarrollo progresivo del razonamiento. Son recopilaciones de aforismos. Nietzsche, al que una enfermedad ocular impedía escribir durante mucho tiempo seguido, elevó el aforismo a la categoría de obra de arte. Pero sería erróneo pensar que esa circunstancia externa de la dolencia ocular basta para explicar el estilo aforístico de Nietzsche, caracterizándolo así como una necesidad hecha virtud. Antes bien, el aforismo se adecúa al estilo intelectual de Nietzsche. Permite la formulación breve y audaz que renuncia a aportar argumentos. Por así decirlo, Nietzsche piensa en relámpagos mentales, y no en la fastigosa forma de la exposición conceptual de largas concatenaciones de pensamientos. Como pensador es intuitivo, figurativo, con una tremenda capacidad de visualización plástica. Los aforismos de Nietzsche tienen precisión y contundencia. Parecen piedras talladas. Y pese a todo, no están aislados unos de otros, sino que enlazan unos con otros y aportan con la unidad del libro una peculiar totalidad.

Nietzsche es un maestro de la composición, cada libro tiene su propio tono, exclusivo de él, que está latente en todos los aforismos: cada libro tiene su propio tempo, su inconfundible tonalidad específica. Ningún libro de Nietzsche se parece a los demás. Cuanto más percibe uno esto, tanto más se asombra de este logro artístico. Pero al mismo tiempo, tanto más chocante resulta también que Nietzsche, que tanto se volcaba en sus libros, constantemente eludiera la tarea de una elaboración sistemática y conceptual. Únicamente en sus obras póstumas encontramos esbozos de sistemas, concepciones de una vía especulativa que hay que recorrer hasta el final.»


«Nietzsche es el filósofo que cuestiona toda la historia de la filosofía occidental, que ve en la filosofía un «movimiento hondamente negativo». Nietzsche no piensa dentro del cauce que el pensamiento esencial se ha ido abriendo en el largo curso de los siglos; duda de este cauce, declara la guerra a la metafísica. Pero no lo hace a la manera como duda de la metafísica el positivismo de la vida cotidiana o el de las ciencias. Su ataque a la metafísica no viene de la esfera prefilosófica de la existencia: él no es un «ingenuo».

El propio pensamiento se rebela dentro de Nietzsche contra la metafísica. Tras veinticinco siglos de interpretación metafísica del ser, Nietzsche busca un nuevo comienzo. En su lucha contra la metafísica occidental está justamente ligado a ella, y «lo único que hace es invertirla»»


«Con Sócrates llegó el final de la época trágica y comienza la época de la razón y del hombre teórico. Según la concepción de Nietzsche, con ello se produce una tremenda pérdida del mundo: la existencia pierde en cierto modo la apertura al oscuro lado nocturno de la vida, pierde el sabor mítico de la unidad de vida y muerte, pierde la tensión de la oposición entre la individuación y el fondo vital primordialmente uno, se vuelve superficial, queda atrapada en los fenómenos, se hace «ilustrada». Sócrates significa para Nietzsche dentro de la historia universal la figura de la Ilustración helena, en la que no solo la existencia griega perdió su fastuosa seguridad instintiva, sino, más propiamente, su fondo vital, su hondura mítica.»


«Sócrates le parece a Nietzsche el griego malogrado por excelencia, como si aquel estuviera determinado por un defecto monstruoso y se caracterizara por la falta completa de «sabiduría instintiva». Nietzsche dice que en Sócrates solo se desarrolló un único aspecto del espíritu, pero de una forma excesiva: el factor lógico y racional. Sócrates careció de todo órgano místico. Representa la especie del no-místico. Pero estaba obsesionado por el irrefrenable impulso de transformarlo todo en algo pensable, lógico, racional. Sócrates aparece así con el aspecto de un demonio de la razón, de un hombre en el que toda ambición y toda pasión se han transformado en la voluntad de estructuración y dominación racionales de lo existente. Sócrates habría sido el inventor del «hombre teórico».

Con ello habría creado un nuevo tipo, un nuevo ideal, convirtiéndose así en seductor de los adolescentes griegos y, sobre todo, del magnífico joven griego que era Platón. Con Sócrates vino al mundo la quimera de que el pensamiento, siguiendo el hilo de la causalidad, alcanza los abismos más profundos del ser. Pero la consideración teórica del mundo, que Nietzsche hace surgir de la psicología de Sócrates, no se considera solo la antítesis del acto vital artístico, sino que él ve que incluso en la «teoría», que se ha vuelto ilimitada, opera una tendencia artística, solo que bajo un revestimiento.

«En el esquematismo lógico la tendencia apolínea se ha transformado en crisálida», dice Nietzsche. La consideración teórica del mundo se fundamenta en un cultivo del arte  que se ha vuelto débil e impotente. El concepto lógico es en cierta manera la hoja marchita y seca que antaño verdeaba en el «áureo árbol» de la vida.»


«Nietzsche contrapone al hombre científico, que no cala la mentira de los conceptos, el hombre intuitivo y artístico. Uno se refugia en la carcasa y toma los conceptos por la esencia misma de las cosas. El otro conoce la falacia de todos los convenios, también la de las metáforas, pero ante la realidad se mueve libremente, creando y configurando imágenes. Para Nietzsche, el hombre intuitivo, el artista, es el tipo superior frente al lógico y al científico. Nietzsche también lo ve siempre en la lucha con las convenciones conceptuales: «no lo guían los conceptos sino las intuiciones».»


«El «espíritu libre» de Nietzsche es la autoconciencia del santo, del artista y del filósofo. Pero, según lo dicho, esto no significa que, en su conocimiento subjetivo de sí mismas, aquellas figuras vitales se entiendan a sí mismas como espíritus libres. Al contrario: creen en la trascendencia, se inclinan ante ella y se someten a ella. El espíritu libre significa una reflexión radical sobre aquellas figuras, significa el alzamiento de la libertad humana en todas ellas, significa que el proyecto creador se obtiene a sí mismo y que esa ganancia de sí mismo no se pierde en lo proyectado.

El «espíritu libre», al remontarse con el pensamiento desde los «valores en sí» hasta la asignación de valor, hace que el hombre ya no se siga perdiendo a sí mismo. El espíritu libre descubre que es él mismo quien asigna los valores, y con este descubrimiento gana la posibilidad de proyectar nuevos valores y también la posibilidad de tasar de nuevo todos los valores. El planteamiento axiológico forma parte esencial de la metamorfosis del santo, del artista y del sabio en «espíritu libre»»


«Con la muerte de Dios, es decir, con el final de toda «idealidad» en la forma de un más allá del hombre, de una trascendencia objetiva, con el derrumbamiento de la luminosa bóveda estrellada sobre el paisaje de la vida del hombre, surge el peligro de un tremendo empobrecimiento del mundo humano, de una terrible trivialización en la superficialidad impía y en la amoralidad: la tendencia idealista se atrofia, la vida se torna «ilustrada», racionalista y banal. O bien la tendencia idealista se mantiene, solo que ya no se desperdicia al venerar lo que ella misma creó como si fuera algo externo, como si fuera un dios del más allá y el decálogo que él promulgó.

La tendencia idealista toma conciencia de su carácter creador y esboza ahora conscientemente nuevos ideales creados por el hombre. Estas dos posibilidades del ser humano tras la muerte de Dios son el último hombre y el superhombre. El propio Nietzsche se decide con pasión. Enseña el superhombre mostrando cuán profundamente despreciable es el último hombre.»


«Pero Dios significa para Nietzsche la quintaesencia de toda idealidad del más allá. El hombre ha empleado la tierra y ha abusado de ella para adornar la imagen del más allá: ha tomado de ella sus colores, su fervor, sus nociones, con los que ha engalanado el reino luminoso del más allá, el reino de las ideas eternas e imperecederas. Al renunciar a la tierra ha abusado de ella.

El superhombre, que está enterado de la muerte de Dios, es decir, que sabe que el idealismo perdido en el más allá ha llegado a su fin, advierte en el más allá idealista un mero reflejo utópico de la tierra, a la que él devuelve lo prestado y robado. Rechaza todos los sueños del más allá y se vuelve a la tierra con el mismo fervor que antes había sentido por el mundo onírico. En su cima suprema, la libertad humana se vuelve a la Gran Madre, a la tierra de anchos senos: en ella tiene el límite, el contrapeso que equilibra todos los proyectos arriesgados.

En la medida en que la existencia se reinstala en la tierra y su libertad se fundamenta en ella, o mejor dicho, al no ser ya una libertad para Dios, pero tampoco una libertad para la nada, sino una libertad para la tierra, que es el seno del que procede todo cuanto resplandece a la luz y tiene duración y lugar en el tiempo y en el espacio, en esa medida, la existencia humana adquiere en medio de todos los riesgos una estabilidad última. El puesto que Dios ocupaba para una humanidad atrapada en la alienación de sí misma lo ocupa ahora la tierra.»


«Mientras las autosuperaciones del hombre no sean conscientes de la muerte de Dios, mientras sigan orientadas al más allá, serán infidelidades a la tierra. Consistirán en ascesis, en desprecio del cuerpo, en superación de lo terreno y lo sensible: «Pero aquel que sea el más sabio de vosotros no es más que un ser desavenido y un híbrido de planta y fantasma». ¿Qué significa esto? Que está desgarrado por una oposición entre el aquí y el más allá, entre lo sensible y lo espiritual. Lo espiritual es utópico, ajeno a la tierra, fantasmagórico, mientras que lo sensible, negado en cierto modo por el espíritu, solo existe como vida vegetativa, como planta.

La infidelidad a la tierra desgarra al hombre en una oposición entre lo sensible y lo espiritual, en una oposición entre cuerpo y alma. El idealismo convierte al hombre en un ser desavenido y desgraciado, que desprecia el cuerpo, al que sin embargo está encadenada su alma, de modo que el hombre quiere escapar de esta prisión. Pero la inversión del idealismo en el pensamiento del superhombre significa la sanación de la desgarradura que escinde al hombre y lo desaviene de sí mismo; significa una reconciliación, en la que se anula la oposición entre cuerpo y alma.»


«El juego es la naturaleza de la libertad positiva. Con la muerte de Dios queda manifiesto el carácter de riesgo y de juego de la existencia humana. La creatividad del hombre consiste en jugar. La transformación del hombre en superhombre no es un salto mutante de tipo biológico, en el que más allá del homo sapiens aparezca de pronto una nueva raza de seres vivos. Esta transformación es una metamorfosis de la libertad infinita, su recuperación desde la alienación de sí misma y la libre eclosión de su carácter de juego.»


«El hombre transformado, el que se ha hecho niño, es el creador. Él es el hombre auténtico, el hombre esencial. Desde luego el «creador» no es el hombre laborioso, sino el hombre que juega creativamente, que crea valores, el volente que con grandeza de voluntad se propone un objetivo y se arriesga a un nuevo proyecto. Para el creador no hay un mundo de sentidos ya terminado que él se limite a asumir ajustándose a él, sino que entabla una relación original con todas las cosas, crea nuevos pesos y medidas, acondiciona de forma nueva la vida humana en su conjunto, existe «históricamente» en un sentido supremo, es decir, fundando.

«Y eso que vosotros llamabais mundo debéis crearlo primero: ¡que vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amor lleguen a ser ese mundo!». Pero esta postura fundamental creadora y fundante quedaría restringida, limitada, constreñida si Dios existiera y si hubiera dioses. La libertad quedaría coartada en su campo de acción a base de instrucciones, mandatos y prohibiciones. Dios contradice la libertad humana. Si ella se entiende bien a sí misma no puede soportar la idea de Dios.»


«La libertad del creador se realiza en el proyecto de posibilidades futuras, es decir, temporalmente limitadas, o dicho de otro modo, en el querer. Crear es siempre esencialmente superar: no superar el tiempo y la vida a base de ascesis y de huida del mundo, sino superar niveles que siempre son finitos, objetivos de la voluntad que siempre son finitos: el creador cada vez se desarrolla más en el tiempo superándose a sí mismo, destroza lo que él mismo era y busca lo que aún no es.»


«La superación de sí mismo no tiene aquí ningún sentido ascético, es más, es exactamente lo contrario de la ascesis. La vida tiene la tendencia del auge, crea formas de poder sin descansar jamás. Es esencialmente inquietud, movimiento, pero justamente no un movimiento lineal, que nunca se eleva sobre sí mismo. No se parece al oleaje del mar, donde las formas ascienden para volver a hundirse. Más bien se parece a una torre gigantesca que se eleva cada vea más alta, que crece constantemente. Toda posición alcanzada pasa a ser trampolín para un nuevo impulso.

La vida no es una corriente que lo abarque todo, sino más bien una constante lucha y el antagonismo de todos los entes particulares entre sí. Constituye por así decirlo las tensiones polares en las que todo lucha contra todo, y sin embargo lo abarca todo. Pero todas las cosas no desaparecen sin más en la indiferencia de la vida que todo lo abarca, no se disuelven en ella, sino que más bien son azuzadas para que salgan a la oposición y la discordia. En el juego de la vida mora la diferencia, que limita y crea hostilidad entre todos los entes particulares. Pero las fronteras se mueven, lo uno busca someter a lo otro. La voluntad de poder no es la tendencia a detenerse en una posición de poder alcanzada, sino que siempre es voluntad de supremacía y sometimiento.»


«El pensamiento del eterno retorno tiene en cierto modo dos aspectos. Se puede considerar predominantemente desde el pasado o desde el futuro. Si todo suceso no es más que la repetición de algo anterior, entonces evidentemente también el futuro está fijado y lo único que sucede es que se repite lo que ya aconteció. Entonces, realmente, no hay nada nuevo bajo el sol. El futuro fijado de antemano se desarrolla en una inmutabilidad. Todo hacer, todo arriesgarse es absurdo e inútil, pues todo está ya decidido.

Pero también se podría decir, a la inversa, que todavía hay que hacerlo todo, que igual que nos decidimos ahora tendremos que decidirnos reiteradamente en el futuro, que todo momento tiene una relevancia que trasciende la vida individual, y que no solo marca el futuro que podemos abarcar, sino también todo el futuro de futuras repeticiones. 

El enorme peso de la eternidad descansa sobre el instante. Así como en la concepción cristiana la existencia terrena decide sobre el destino ultraterreno del alma, también así la decisión terrenal del momento decide todas las inabarcables repeticiones de la existencia terrenal. Nietzsche maneja de muchas formas esta idea de que el instante es decisivo para la eternidad, que con la doctrina del eterno retorno se le está dando un nuevo y enorme peso a la existencia humana.»


«En el instante finito esta misteriosamente el tiempo infinito. Por el contrario, a Zaratrusta le parece que el afán de poder es el poder histórico que aspira a trascender toda estancia y todo demorarse, el principio de la agitación que azuza a los individuos y a los pueblos lanzándolos por la senda de la historia. El despotismo es lo que azuza e impele, es el tiempo como historia. En el afán de poder toda época impulsa a ir más allá de ella, hacia futuros y lejanías cada vez más remotos.

Pero las ansias de poder no se agotan en lo próximo ni en lo ya alcanzado, nunca se detienen, y por tanto remiten a lo abierto, a lo inabarcable, siendo lo contrario de toda «virtud empequeñecedora», de toda modestia y de toda conformidad. Esta egolatría no es el mezquino egoísmo de una vida miserable, sino la virtud obsequiante de un alma que se prodiga de pura abundancia, del alma que necesita mundo, que solo encuentra estabilidad y base cuando se ve rodeada de las amplitudes más extremas.» 


«La noble moral de los amos ha surgido del pathos de la distancia, de los estados anímicos soberbios y sublimes. Es una moral de la jerarquía. Por el contrario, la moral de los esclavos se basa en una tendencia a la nivelación, en la revuelta contra la jerarquía, en la voluntad de la igualdad. La moral de los amos opera con la oposición entre «bueno» y «malo»: bueno es todo lo que eleva al individuo, lo que lo devuelve a lo auténtico de su vida, a su autenticidad. Bueno es lo que ennoblece y da «grandeza» a la existencia. Bueno es el héroe, el guerrero.

La moral de los amos es sobre todo una moral de las virtudes guerreras, es una moral caballeresca. Estima a los miembros de una comunidad reducida, donde el hombre sublime está entre sus semejantes, entre los de su mismo rango, mientras que desprecia a todos los inferiores, a los que piensan mezquinamente, que viven en función del provecho común y que ya no se prodigan. Lo inferior es lo malo. 

Distinta es la moral de los esclavos. Ella está llena del instinto de venganza contra la vida superior, quiere igualarlo todo. Estigmatiza la excepción por ser contraria a la moral. Glorifica lo que hace la vida soportable a los pobres, a los enfermos y a los pobres de espíritu: la gran fraternidad de los hombres, la caridad, la apacibilidad. La moral de los esclavos opera con la oposición entre bien y mal. La vida señorial, que es consciente de su poder y de su poderío, es para los esclavos justamente lo peligroso y lo maligno. El mal no se desprecia como lo exiguo, sino que se teme y se odia como un peligro.

Nietzsche traza la imagen de las dos morales opuestas entre sí señalando muchos rasgos particulares. Un rasgo importante es que la moral noble es creadora e instauradora de valores. Por el contrario, la moral de los esclavos encuentra valores que ya están dados previamente. Es decir, la primera moral es activa y la segunda pasiva. Por tanto, toda esta diferencia se acaba proyectando retroactivamente a la distinción entre la alienación de sí mismo y el autoempoderamiento de la existencia en la proyección del sistema de valores.»


«La diferencia entre a moral de amos y la moral de esclavos existe desde tiempos inmemoriales. Hay actitudes axiológicas que surgen de la vida sobreabundante, desbordante y que se prodiga, mientras que otras surgen de la indigencia y la miseria de los desfavorecidos por la vida, de los enfermos, los débiles, los fatigados y los apesadumbrados. Pero en la anterior historia de la moral esta distinción entre moral de amos y moral de esclavos había sido en cierto modo una diferencia «ciega».

Los amos, los nobles, los fuertes, los ricos de vida, la élite, los guerreros, la aristocracia: ellos «no saben lo que son», es una clase señorial ingenua, despreocupada, que no se conoce a sí misma. El auténtico señorío, la auténtica soberanía, la auténtica moral de amos, solo se vuelve posible con la reflexión axiológica de Nietzsche sobre la proyección trascendental de toda aparente objetividad de los valores. El dominio del amo se basa ahora en el saber: en el saber de la voluntad de poder y el eterno retorno. La moral de los amos es la valoración del superhombre. Y del mismo modo, también la servidumbre del siervo, el auténtico servilismo del hombre, se define ahora más radicalmente. No es solo pobreza de instintos, anemia, endeblez e insustancialidad, sino que es sometimiento a Dios. 

Los dos polos opuestos son ahora el superhombre y el hombre orientado a Dios. La moral de los amos experimenta la muerte de Dios. La nueva visión de la moral de los esclavos ve la esclavitud del hombre en la idea de Dios, en el «miedo al Señor». Las interpretaciones de la moral de los amos y la moral de los esclavos, pensadas desde una perspectiva histórica, solo tienen para Nietzsche un valor preparatorio. No deben considerarse ya, como tan a menudo se hace, el nuevo ideal o ideal opuesto de Nietzsche. Lo que le importa es agudizar la oposición histórica de amos y esclavos en la acritud extrema de la hostilidad entre la impiedad del superhombre y todas las formas de culto divino.»


«El cristianismo significó el final del mundo antiguo, no solo temporalmente, sino también como destrucción de la forma y valoración más nobles de la vida. Es una fatalidad. El pathos de Nietzsche se nutre de la fe en que su filosofía es la antítesis de la fatalidad, en que representa el restablecimiento de la valoración adecuada a la vida, una valoración que el cristianismo tergiversó y pervirtió a fondo. Es decir: anticristiandad como la nueva tasación de todos los valores, como el movimiento contrario a la milenaria decadencia vital. 

Ante el foro de la vida pensada como voluntad de poder Nietzsche lanza «la más terrible de todas las acusaciones que jamás acusador alguno tuvo en su boca». El cristianismo es para él la mayor de todas las corrupciones imaginables, la reinterpretación de todo valor como algo que nada vale, de toda verdad como una mentira, y a la inversa; el envenenamiento de la vida con la idea de pecado; la destrucción de toda auténtica jerarquía con la «igualdad de las almas ante Dios», lo cual se convirtió en detonante de todas las sublevaciones populares de la historia europea.

Nietzsche llama al cristianismo un «parasitismo» que se nutre de las precariedades del alma humana; llama a la idea del más allá la negación de toda realidad; llama a la cruz el «signo distintivo de la conjura más subterránea que hubo jamás: la conjura contra la salud, la belleza, la buena constitución, la valentía, el espíritu, la bondad anímica, contra la vida misma».»


«Pero qué es el «nihilismo»? «La devaluación de los valores supremos. Falta el objetivo. Falta la respuesta al porqué». La existencia del hombre ha perdido su rumbo, ya no tiene por encima de sí las estrellas que alumbren su camino. El «cielo estrellado» de los ideales morales se ha apagado. Dios se nos ha muerto, es decir, la interpretación moral y ontológica del ser que estaba vigente en el curso de la metafísica occidental ha perdido para nosotros su carácter vinculante, ya no hay nada que nos sostenga, flotamos desarraigados en el vacío. Pero esto no es un acontecimiento que le haya sobrevenido al hombre con repentina e inexplicable vehemencia, sino que es más bien consecuencia de la dominación de la moral antinatural y de la metafísica transmundana. El nihilismo que se avecina representa el proceso de la autoeliminación de la moral cristiana, la autoeliminación de la diferencia entre el mundo verdadero del más allá y el mundo aparente del más acá.»


«El nihilismo es también la sensación de estar expuestos a un mundo incompresible y laberíntico sin saber de dónde venimos ni adónde vamos, es el sentimiento paralizante de una intemperie extrema, de un angustioso desconcierto en medio de una situación inescrutable en la que nosotros somos como Edipo, que mató a su padre y se acostó con su madre. Si llega a experimentarse el conocimiento trágico de la situación edípica del hombre, y si esta experiencia tiene aún la forma negativa del fracaso de una concepción unitaria del mundo que define la función del hombre a partir del contexto total, entonces eso acaba desembocando en la renuncia nihilista: cuando el puesto del hombre en el universo es irreconocible, ya nada tiene sentido.»


«De este modo, el nihilismo es esencialmente un estado intermedio, una transición. Se supera cuando tras la muerte de los dioses, lo terrenal ya no se toma como el mundo desdivinizado y vació de dioses, sino cuando este mundo sin dioses empieza a brillar a la luz de una nueva experiencia ontológica. El nihilismo es un estado patológico intermedio, un tiempo intermedio en el que una época acaba y otra nueva despunta. Es patológico porque conlleva una modificación del ser humano que se percibe como una gran enfermedad.

El hombre valora en la medida en que es hombre. Valorar no es un comportamiento que el hombre practique como le plazca, de cuando en cuando. El hombre existe como tal esencialmente en la valoración, se mueve en un sistema más o menos explícito de valores, siempre ha asumido ya una actitud básica. La vida humana es guiada por ideales, aunque a diario vamos siempre a la zaga de los ideales. Y cuando, por así decirlo, este comportamiento en función de valores se transforma de tal modo que «nada» vale ya, que ya nada es valioso, cuando todo aparece en el modo del sinsentido y la falta de valor, entonces la vida ha caído en una anomalía, se ha vuelto «patológica». Pensándolo estrictamente, la vida no cesa de valorar, pero ahora valora en función de un criterio inquietante: el valor dominante es la nada


«El nihilismo es la devaluación de los valores supremos anteriores. Por un lado, con ello se extrae una consecuencia última de los propios valores anteriores: han salido a la luz las valoraciones ocultas y más secretas, los pensamientos de fondo de la moral, la metafísica y la religión, lo cual ha provocado el final de esta historia de los valores. Pero por otro lado en el nihilismo se anuncia ya una visión nueva, solo que ella aún no tiene el arrojo de atreverse a sí misma.

El nihilismo es una señal de decadencia, de degeneración vital, o dicho más exactamente, el nihilismo hace ver como decadencia una larga y honorable tradición: irrumpe cuando se advierte el hueco vació que hay en los ídolos en los que se creía hasta ahora, y por otra parte se proyecta como una terrible sombre sobre todos los ideales anteriores, cuando en el remoto horizonte se alza ya un nuevo sol. En nihilismo es así el tiempo intermedio en el que final y comienzo se confunden, el tiempo de precariedad en el que las antiguas estrellas se desvanecen y las nuevas no se pueden ver todavía. Ese tiempo intermedio es nuestra época.»


«Si el hombre ha de lograr su verdadero ser, tiene que convertirse expresa y voluntariamente en «asesino de Dios», es decir, en destructor del más allá moral y metafísico. Tiene que eliminar la diferencia entendida «teológicamente» entre esencia y fenómeno, entre ser y apariencia. El asesinato de Dios pasa a ser la liberación del hombre, el descubrimiento del poder de la existencia humana para crear valores. La crítica radical a la religión, la moral y la filosofía, en cuanto que formas con las que la humanidad se aliena de sí misma, se niega a sí misma y se olvida de sí misma, es, justamente por destruir estas actitudes, una apología del hombre. La teodicea, que es la justificación de Dios, es sustituida por una justificación del hombre: él necesita la justificación del pensador por haber sido él quien creó a los dioses y por haberse destinado luego a la servidumbre a sus propias creaciones.»


«Eso que nosotros llamamos «cosas» nos tapa la vista para ver la totalidad ilimitada, inasible, irrestricta. Las cosas nos tapan el mundo. Pero nosotros no podemos vivir en el agitado océano universal del puro devenir, sino que teneos que falsear la realidad. El devenir es para nosotros lo inasible, lo que hace girar a nuestro espíritu, lo que lo arrastra a un remolino, donde lo sobrecoge el vértigo que anuncia el mundo. Falsear es para nosotros una necesidad biológica. La necesidad nos hace creativos. La necesidad de tener que vivir en un mundo donde todo discurre, desaparece, transcurre y se arremolina constantemente ha creado los conceptos, las categorías que hacen asible el inasible devenir, que lo fijan, que atribuyen una base a lo que acontece, que plantean una permanencia en el cambio, que ponen la «sustancia», la cual es, por así decirlo, nuestro salvavidas, que nos permite lograr estabilidad y orientación en un mundo fiable. 

Las categorías significan por tanto la humanización del mundo, la interpretación antropomorfa que, al asentar algo permanente, nos «pone en condiciones» de vivir. Las categorías no tienen una validez objetiva, son ficciones. La cosa es un ente de razón creado por el hombre…y nada más. El hombre se proyecta a sí mismo en todo. Y sin embargo, ya la propia concepción que tiene de sí mismo es un error, un falseamiento del que no se da cuenta. Se llama a sí mismo un «yo»: el yo se considera algo constante, permanente en el cambio de los contenidos subjetivos de las vivencias. Pero justamente el yo, dice Nietzsche, es una ficción, es en cierto modo el modelo básico de nuestras ficciones, pues nosotros transferimos este yo y su presunta constancia a las cosas. Las cosas han sido creadas a nuestra imagen. La sustancia es a sus propiedades lo que el yo a sus actos. El concepto de sustancia es una consecuencia del concepto de yo.»


«Solo a partir de la muerte de Dios, es decir, a partir del hundimiento del trasmundo idealista, puede llegar a verse la voluntad de poder como aquello que constituye la vida. Y en la medida en que el tiempo se piensa como el cauce de la voluntad de poder, puede iluminarse el eterno retorno y, con ello, aparecer el superhombre, como el representante de aquella humanidad que existe en la verdad trágica. Nietzsche proclama sus enseñanzas básicas en una oposición consciente y explícita a la tradición. Lucha contra la metafísica de Occidente.»

SINOPSIS: «La filosofía de Nietzsche», de Eugen Fink.

«Una invitación a repensar las claves del pensamiento de Nietzsche y a entablar un diálogo directo con él. Friedrich Nietzsche es una de las grandes figuras filosóficas que han marcado el curso intelectual de Occidente. La radicalidad sin concesiones y el atrevimiento sin remilgos de su pensamiento se expresan con una elocuencia a la vez poética y mordaz, que ejercen, ya solo estilísticamente, una fascinación irresistible. Sin embargo, esa misma riqueza desbordante y cautivadora de pensamiento y palabra, a menudo dispersa en aforismos aparentemente inconexos siendo causa de malinterpretaciones en un público que no siempre estaba maduro para su recepción. Para ayudar a una mejor comprensión, el prestigioso filósofo alemán Eugen Fink – alumno de Husserl y Heidegger – escribió este estructurado libro que nos guía a lo largo de las fases del pensamiento nietzscheano, con sus auges y sus ocasos, hacia el descubrimiento de su núcleo. En un recorrido cronológico por las obras nietzscheanas, Fink reconstruye sus ilaciones profundas, y así nos invita a repensar las claves del pensamiento de Nietzsche y a entablar un diálogo directo con él.»

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