Celia Amorós. La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias.
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«Conviene, en primer lugar, adelantar ciertas distinciones entre las nociones de igualdad e identidad. Se puede decir que A y B son idénticos cuando se dan en ambos unívocamente las mismas características y cualidades que consideramos relevantes en la predicación común que establecemos, de tal manera que aquello sobre quienes recae nuestra predicación se vuelven por ello mismo indiscernibles como sujetos. Así, cuando se dice que los gitanos trafican con droga, que los inmigrantes son sucios y maleantes, que las mujeres tenemos una orientación innata hacia el cuidado, se está afirmando que los miembros pertenecientes a los colectivos en cuestión son idénticos. En un sentido, este tipo de enunciados serían sintéticos, desde el momento en que se pretende que los predicados en cuestión, por parte de quien los emite, resultan de generalizaciones establecidas a partir de datos empíricamente constatables. Sin embargo, en otro sentido funcionan como si fueran analíticos, pues los lógicos defienden estos enunciados como aquellos cuyo significado se aprende al mismo tiempo que su valor de verdad, y nadie podía negar que, en un medio colonial, racista o sexista un niño aprenda a la vez lo que significa el enunciado en cuestión y que tal enunciado es verdadero, como en el caso de «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos».
Puede verse fácilmente que este tipo de enunciados en que se expresan determinados estereotipos recaen sobre los grupos sociales dominados y no sobre los dominantes, sobre aquellos que sufren un discurso socialmente relevante o hegemónico y no sobre aquellos que lo generan.»
«Un mundo de igualdad en absoluto es un mundo de uniformidad, un mundo monótono, un mundo aburrido: nada ilumina los colores, los matices y la enorme variedad del mundo como la idea de igualdad. La idea de igualdad es una idea de enorme potencia, que tiene la capacidad, justamente, de visibilizar lo diferente de otra manera. Todo derecho a la diferencia, en realidad, lo que presupone es un derecho a la igualdad; la diferencia en la vida humana es un hecho: ninguna diferencia es buena ni mala de suyo, sino que tiene que convalidarse con otros parámetros para que se decida si es o no deseable esa diferencia.
La igualdad, en ese sentido, se tiene que construir. La diferencia, por supuesto, se da en la vida humana: todo tipo de diferencias, diferencias genéricas, diferencias individuales, diferencias raciales, etc. ¿Cómo hay que ponderarlas? ¿qué hacer con ellas? El derecho a que mi diferencia se vea reconocida como legítima significa que el otro la sitúa en el mismo rango, la pone en el mismo nivel que su diferencia. De otro modo, ¿qué significaría el reconocimiento de la diferencia? Reconocer significa conocer como, es decir, conocer de acuerdo con un esquema a priori dentro del cual se subsume lo que se conoce.
Platón decía que el conocimiento es reconocimiento porque tenemos unos arquetipos previos en los cuales podemos subsumir aquello que nos llega a los sentidos. Lo que conocemos por los sentidos -es precisamente por lo que reconocemos- nos es dado como subsumido en un esquema: conocemos un acto justo en tanto que se subsume bajo la idea de justicia o algo bello en la medida en que responde al canon de la belleza. Es decir: conocer conforme a un canon previo es llevar a cabo el reconocimiento. De otro modo, la diferencia se constataría empíricamente como algo dado de hecho, pero no se reconocería, de iure, como un derecho. En suma, sin la igualdad, no sé bien de qué se habla cuando se habla del derecho a la diferencia. Claro que hay derecho a la diferencia, a ciertas diferencias por lo menos. No a todas: las diferencias que invocaban los nazis obviamente no deben ser reconocidas. El criterio de convalidación, sin duda, es la igualdad.»
«El ser humano, reza el existencialismo, no es esencia, sino existencia. Existencia es sinónimo de proyecto en una interpretación de su sentido etimológico de pro-iaceo, estar lanzado más allá de sí hacia un ámbito de posibilidades abierto del que hay que irse apropiando y que hay que ir realizando. Esta realización se identifica con la constitución -siempre en proceso- de nuestro propio ser, que se convierte, de este modo, en nuestra responsabilidad más radical. Somos lo que elegimos y elegimos lo que somos. La libertad no es, así, en la concepción existencialista, una facultad de nuestro ser, sino que se identifica con la peculiaridad de nuestro ser mismo. Un ser que consiste, como venimos diciendo, en no poder coincidir jamás consigo mismo.»
«Las identidades se constituyen, se negocian, se confirman, se lesionan o se transforman en relación con los otros. Para lograr la autoconciencia, la autopercepción del propio yo necesita convalidación por parte del otro, como lo vio Hegel. Una conciencia no puede conocerse a sí misma sin el trámite de su objetivación, sin ponerse fuera de sí como otra: el ego, de este modo, sólo se objetiva a sí mismo bajo la forma enajenada del alter ego, objetivación en la cual el ego mismo se altera, se convierte en un ego alter.
En su condición de alteridad independiente, la conciencia objetivada representa para mí una amenaza incompatible con que yo logre la estabilidad de mi propia autoconciencia. La lograría aniquilando la alteridad del otro, pero en esta operación me destruiría a mí misma, en la medida en que la alteridad aniquilada soy yo en la alteración misma que la necesidad en que me encuentro de objetivarme en aras al logro de la autoconciencia ha impuesto.
Necesito, pues, una conciencia externa en la que mi ser se pueda reflejar y que se mantenga, para que mi autoconciencia se mantenga a su vez, en una modalidad tal que yo pueda interiorizar la conciencia objetivada, sin que por ello esta deje de existir a título de conciencia independiente. Esta modalidad es, precisamente, la del reconocimiento entre las conciencias: conozco la otra conciencia a la vez como conciencia -y en tanto que tal no puedo destruirla ni apropiármela como si fuera un objeto-, y como conciencia otra, lo que es condición sine qua non para que ella pueda, a su vez, reconocerme, conocerme como otra conciencia.»
«Flaubert decía que, para que una cosa resulte interesante, basta con mirarla detenidamente. Yo creo que no. No basta con mirarla detenidamente. Hay determinadas cosas que, para que nos parezcan interesantes, hay que mirarlas desde un interés emancipatorio, desde una mirada crítica y extrañada. En todo aquello que se relaciona con los sistemas de género/sexo, solo se ve algo significativo en la medida en que ver es un irracionalizar. El feminismo es desde este punto de vista una teoría, justo una teoría crítica.
Si teoría significa, como lo pone de manifiesto sus raíz griega, «hacer ver», el «hacer ver» del feminismo en tanto que teoría crítica es un irracionalizar. Cuando falta este componente de irracionalización, los llamados Estudios de Género, denominación que muchas veces se utilizan como un eufemismo de «feminismo», pierden su enfoque crítico, y entonces no se hacen ya ni siquiera presuntos Estudios de Género tout court. Así pues, para enfocar adecuadamente los fenómenos relacionados con los sistemas de sexo/género, esa mirada que hace ver tiene que estar profundamente relacionada con un irracionalizar.»
«Una mujer filósofa, en el imaginario popular y, me atrevo a decir, en el imaginario académico, tiene todavía algo de monstruito. Aquí me limitaré a señalar que las mujeres, miembros de un grupo secularmente excluido, cuando accedemos a una parcela del poder que antes nos estaba vedada lo hacemos sin la completa investidura. Difícilmente podría ser de otro modo. Actuar sin la completa investidura significa ejercer el poder que se tiene con una «detentación vacilante», que remite en un grado anómalo a la ratificación por parte de los patriarcas del gremio.
En cierto sentido, la filosofía -como otras disciplinas- en su institucionalización académica es una cofradía y requiere de quienes desean ser cofrades que cumplimenten los ineludibles rituales de iniciación. Tras pasar las pertinentes pruebas, son admitidos de pleno derecho. Nosotras, tras pasar a sí mismo por las pertinentes pruebas, seguimos dependiendo de que los varones qua varones ratifiquen la calidad y la idoneidad de lo que hacemos. Nos referimos a los varones qua varones porque no queremos decir que dependamos del juicio aprobatorio de quienes llevan ya una larga trayectoria en los gajes de este oficio -esto sería lo normal para todo el mundo-, ni de nuestros pares, lo que generalmente son nuestros referentes de rigor, por decirlo así. Lo que afirmamos es que seguimos dependiendo de que, al margen de cuál sea su posición en la escala jerárquica, que puede ser la del último mono, no ya el becario sino el alumno, el alumno varón, nos dé el espaldarazo.»
«La negación de la individualidad a las mujeres es recurrente, pues, a lo largo de la historia del patriarcado y, como hemos visto, persiste hasta la Revolución Francesa, donde se sitúan las actas fundacionales de nuestras democracias. ¿Cuál puede ser la razón de una negación tan pertinaz? Creemos que no otra sino la falta de poder de las mujeres como género. En efecto: solo en los espacios donde está en cuestión lo importante, donde están en juego las decisiones que afectan a la vida de la colectividad, se vuelve necesario determinar el quién es quién, acotar espacios diferenciales de competencias. Dicho de otro modo, el ejercicio del poder tiene efectos de individualización a la vez que efectos de paridad, como resultado del establecimiento de pactos para evitar conflictos en los grupos que lo detentan.
El poder, como es obvio, lo es siempre de grupos y no de individuos aislados: sólo los miembros de grupos pueden potenciar sus acciones mediante las de los otros para ejercer prácticas concertadas que puedan controlar el espacio social y amplificar el radio de su incidencia. Pero, a su vez, como hemos dicho, solo en los grupos entendidos como pactos para objetivos concertados hay individuos, centros de imputación que son los sujetos del pacto. Por ello, los varones en su conjunto, en tanto que género, por encima de las clases sociales, se consideran los sujetos del contrato social.»
«Pues bien, a diferencia de este «espacio de los iguales», las mujeres constituimos «el espacio de las idénticas». Es éste un espacio de indiscernibilidad, porque en él no se ejercen poderes socialmente relevantes. Y, en esa misma medida, como no hay nada que tribuere, no hay nada que dis-tribuere ni razón, por tanto, para que interese el «quién es quién».
Identidad es indiferenciación, mientras que igualdad, por el contrario, es una relación de «equivalencia» y «equipolencia» entre quienes, por ser individuos, son diferentes. Por no ser individuos, a las mujeres no se nos ha considerado sujetos del contrato social, sino que hemos sido previamente objeto transaccional de los pactos entre los varones, desde las sociedad etnológicas -como lo puso de manifiesto Lévi Strauss, hasta las teorías del contrato que se encuentran como fundamento legitimador del estado moderno (Hobbes, Rousseau).»
«Ahora bien, ¿por qué son los varones los sujetos del contrato social y nosotras, las mujeres, resultamos ser materia transaccional en sus pactos? Creo que ello tiene alguna relación con la distinción que hemos establecido entre él «el espacio de los iguales» y el «espacio de las idénticas». Pues el «espacio de los iguales» está tramado de forma tal que constituye, si bien de forma inestable, lo que llama Jean Paul Sartre un «grupo juramentado». El grupo juramentado es una fratría que se instituye mediante vínculos de reconocimiento recíproco de cada cual con cada cual mediados por el testimonio de un tercero que, a su vez, giratoriamente, es el término de otra relación recíproca a su vez mediada y así sucesivamente.
Cada cual reconoce en sus pares al titular legítimo de un poder sobre él en la medida en que él, mediante el juramento -la palabra importante, sellada por testimonio y convalidada-, se lo ha dado. A su vez, él mismo se constituye en titular legítimo de un poder sobre el otro porque, al ser el juramento recíproco, lo ha recibido de su semejante ante el testimonio del tercero. El grupo, así, se autolegítima y se potencia mediante la investidura recíproca de cada uno de mis hermanos como aquel que ejerce poder junto conmigo porque es como yo, es un alter ego. Y cuanto en mayor medida sea como yo, menos sospechoso será de traición: he aquí la razón de la homofilia que caracteriza a los ámbitos de poder. Pues bien, yo me atrevería a decir que los varones qua tales son, desde las sociedades etnológicas, la fratría por excelencia, la ur-fratría; ser un varón es un protojuramento. El «pacto entre caballeros» ha sido, así, el prototipo de todo pacto.»
«Las mujeres, pues, eran heterodesignadas como «el bello sexo», es decir, en clave estético-sexual. Como dice Simone de Beauvoir, la mujer es sexo para el hombre, luego, en la medida en que solo él se pone en posición de sujeto, es sexo en sí misma. El efecto que aquí operan las resignificaciones del lenguaje revolucionario -«somos el Tercer Estado dentro del Tercer Estado»- consiste en dar el paso de la heterodesignación a la autodesignación en el movimiento mismo por el que se transita desde el código estético-sexual al lenguaje político. Las mujeres, por esta maniobra lingüística, se autoconstituyen en colectivo politizado y político y vuelven posible el pensarse como tales. El tránsito de la heterodesignación a la autodesignación, pues, solo se puede llevar a cabo transponiendo en clave política una autorreferencia que, hasta entonces, mimetizaba la propia heterodesignación.»
Así pues, la relación del feminismo con la tríada de los ideales de la Revolución Francesa es compleja y paradójica: por una parte, este movimiento se nutre de su savia ilustrada y revolucionaria; por otra, el troquelado patriarcal de estos ideales está en la base de una permanente tensión y una redefinición permanente de los mismos desde las aspiraciones feministas. porque nosotras no renunciamos a ampliar el club de los iguales a toda la especie humana. a que, por fin, nuestra especie deje de ser, como decía J. P. Sartre, ese «club tan restringido».»
SINOPSIS: «La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias», de Celia Amorós.
«La autora de «Hacia una crítica de la razón patriarcal» y de «Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y postmodernidad» recoge sistemáticamente en esta obra sus reflexiones acerca del poder, la individualidad, la igualdad y la diferencia. El libro es recorrido por una vena polémica, que contrapone el feminismo histórico al «pensamiento de la diferencia sexual» en los planos ontológico y político, así como una arteria constructiva. Por esta última circula una preocupación sistemática en torno a la articulación de las individualidades en los ámbitos de paridad y la indiscernibilidad de los sujetos individuales en los espacios de la impotencia. El tema foucaultiano de la relación entre el poder y la subjetividad es abordado aquí en claves del existencialismo tanto sartreano como beauvoireano y modulado desde una perspectiva centrada en las relaciones entre los sexos.»
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