Celia Amorós. Hacia una crítica de la razón patriarcal.

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“Al hablar de ideología sexista empleamos la palabra ideología en el sentido marxista de percepción distorsionada de la realidad en función de unos intereses de clase, concepción que puede ser ampliada a cualquier deformación específica de la visión y valoración de los hechos condicionados por las necesidades de un determinado sistema de dominación. Este sentido marxista no excluye la concepción más neutral de la ideología como conjunto de representaciones socialmente compartidas que cumplen una función importante como condición de reproducción de la misma sociedad que representan. Ahora bien, en la medida en que no conocemos sociedades que no estén estructuradas conforme a ningún sistema de dominación, todo conjunto de representaciones socialmente compartidas se configura como tal afectada por los mecanismos de distorsión, inversión y de formación que le impone el propio sistema de dominación que ha de producir y que solamente puede reproducir al precio de incorporar dichos mecanismos.

Ahora bien, si la filosofía puede ser considerada como una reflexión en la que se expresan determinadas formas de la autoconciencia de la especie -como ha subrayado el idealismo alemán-, el hecho de que la mitad numérica de esta especie se encuentra en una situación de enajenación y marginación en relación a lo que llama Agnes Heller la genericidad, necesariamente ha de tener consecuencias gnoseológicas distorsionantes en un discurso como el filosófico, que se define precisamente por sus pretensiones de totalización y de universalidad.”


«Ciertamente, de que haya que pensar y conceptualizar de algún modo la diferencia entre el macho y la hembra, y de la tendencia de los esquemas dicotómicos a formar encabalgamientos, no se deriva el hecho de que a la mujer se le adjudique el espacio semántico e ideológico de la naturaleza y al hombre el de la cultura. Las leyes puramente formales de las ordenaciones simbólicas, en la medida en que lo son, no pueden prejuzgar a quien le corresponde cada espacio: es la propia sociedad la que ha constituido y organizado sus divisiones internas de manera tal que un grupo social determinado queda predestinado para ocupar un determinado espacio.

En el caso de la mujer, se ha querido ver la razón de esta predestinación en el hecho de su relación metonímica (está, presuntamente, más próxima a la naturaleza en el orden de contigüidad que el hombre por sus funciones reproductivas) con la naturaleza. Sin embargo, y como quiera que se valore esta situación, pensar a la mujer como naturaleza en el plano metafórico -es decir, en el plano de la semejanza y de la analogía como simbolizando a la naturaleza en el interior mismo de la cultura- significa solidarizarla con el conjunto de connotaciones con las que la idea de naturaleza es definida y redefinida en un universo simbólico en el que el hombre se piensa a sí mismo como cultura, pensando su propia relación de contraposición a la naturaleza.

No hay una relación lineal entre el hecho de que la mujer sea percibida como reproductora de la especie y el de que sea conceptualizada como naturaleza: siempre tiene lugar una redefinición de este concepto en un esquema categorial dicotómico, en el que cada uno de los polos reviste connotaciones contrapuestas determinadas por la propia sociedad y la propia cultura. La dicotomía macho-hembra es una de las más llamativas que ofrece el repertorio de la experiencia, pero nunca aparece en estado puro, empíricamente constatada, sino envuelta en otras oposiciones pertinentes para la vida social, recargada semánticamente y reelaborada ideológicamente por su inserción en el sistema de representaciones así organizado. A su vez, la reelaboración ideológica de esta dicotomía está en función de la redefinición que la sociedad -y, en última instancia, quién tiene el poder en ella y da, por tanto, nombre a las cosas- hace de ella, abriendo de este modo determinados canales que prefigurarán sus afinidades selectivas con otras dicotomías categoriales.»


«Habrá que recordar aquí la idea de Marx de que no es la conciencia a la que define el ser social, sino el ser social el que determina la conciencia. Un programa de «concienciación» consistente en que las mujeres profundicen en la toma de conciencia de sus propias peculiaridades como grupo oprimido y se autoafirmen en ellas, si no va acompañado de una lucha por construir alternativas en el nivel del ser social, corre el peligro de encerrar a la conciencia feminista en un círculo de difícil salida, al pensar y proponer como valores los propios límites de una situación objetiva de alienación, o presión y marginación.»


«Para que el problema de la preferencia racional pueda llegar siquiera a plantearse es necesario partir de una forma de inserción en lo real en la que el mundo aparezca, como dirían los existencialistas, mínimamente organizado como un campo de posibilidades, como el juego posible de la objetivación de una gama de proyectos de vida individualizados. Para preferir racionalmente, hay que preferir. Pero a la mujer normalmente no se le da ese juego, sino una propuesta estereotipada a seguir en base a una definición -por supuesto, social- de sus características biológicas. Le auguramos, desde luego, un porvenir más bien poco brillante como preferidor. Los hombres le ahorran galantemente las complejidades y las torturas de la elección de una forma de vida. Las elecciones de la mujer son de segundo orden: elecciones en función de otras elecciones.»


«Una ética feminista se plantea ante todo como crítica de la ética. No puede ser sino denuncia de la ficción de universalidad que se encuentra como presupuesto ideológico en la base de las distintas éticas que se han propuesto a través de la historia, sobre todo, de las éticas filosóficas. No puede ser sino una crítica de la actitud acrítica de la ética que construye su destinatario sobre la base de la mala abstracción -la de una universalidad sin determinaciones de contenido o un contenido sin universalidad- y la mistificación. Pero una crítica de la pseudouniversalidad y de la mala abstracción que subyace a la ética debe presuponer una determinada concepción de la universalidad. Ciertamente, a una ética feminista le correspondería la elaboración de un nuevo concepto de la universalidad.»

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«Pues desde David Hume se sabe que los enunciados de «debe» no se pueden derivar formalmente de los enunciados de «es», que un deber no se sigue nunca de la mera constatación de un hecho, y en la jerga de la ética se llama «falacia naturalista» al sofisma en que se incurre cuando se procede a este tipo de derivación. Así pues, el doble código de la moralidad al que podríamos llamar de otro modo división de deberes en función del sexo, descansa sobre una doble falacia: la falacia biologista (que distribuye los roles sociales en función de un supuesto isomorfismo con la diferenciación de las funciones que el varón y la hembra cumplen en las funciones sexuales y reproductivas), y la falacia naturalista, sofisma derivado de extrapolar, al ámbito del «debe», el resultado de una ilegítima derivación a partir de premisas que, a fortiori, ya eran falsas en el terreno de los enunciados del «es». Pues, aun en la hipótesis de que se demostrara que el hombre es por naturaleza agresivo y competitivo -luego dotado para la lucha y el dominio en el terreno económico y político- y la mujer pasiva, tierna y abnegada -ergo la criatura idónea por excelencia para ocuparse del hogar doméstico-, nada autorizaría a dar un estatuto normativo, en el plano del deber, a la eventual constatación de tales hechos.»


«En la ideología patriarcal, para la mujer la naturaleza es norma, y debe ajustarse a esa norma en la medida en que la cultura ha decidido que para ella lo sea, constituyéndose así en norma de la norma. Y, al mismo tiempo y por la misma razón, debe dejarse regular por la norma bajo la formalidad de la naturaleza, es decir, de la inmediatez. Aunque no, sin embargo, de la universalidad, al menos, no de la universalidad tout coart. Pues si bien la universalidad se considera una característica de las leyes naturales, la razón patriarcal ha establecido leyes morales especializadas, producto de la división de los deberes en función del sexo que extrapolarían al dominio de la ética el dispositivo cultural de la división sexual del trabajo -o prohibición de tareas, como con razón prefiere llamarlo Lévi-Strauss-, en la forma que podría expresarse paralelamente como prohibición de deberes -el reverso de su adjudicación especializada- en función del sexo.»


«La eticidad se relaciona con el conjunto de hábitos y ethos característicos de un determinado pueblo, que constituyen una «segunda naturaleza», algo que estaría a caballo entre la naturaleza y la reflexión, entre la naturaleza y la cultura. El espíritu ético se caracteriza, pues, por constituir una mediación entre la naturaleza y la cultura y por vivir en la forma de la inmediatez -es decir, como naturaleza- aquello que constituye una determinada formación de la cultura.»


«Decir que toda conceptualización es represiva me parece una tautología (pues si para conceptualizar hay que abstraer, por definición hay que dejar algo fuera que, en este sentido, naturalmente, se reprime), o una estupidez. Pero creo que hay una forma característica de conceptualizar para oprimir que se produce, en el sentido del análisis sartriano, como efecto de la propia práctica de la opresión -la praxis se da sus propias luces-, a la vez que regula su movimiento mismo.

Quizás no es fácil establecer con nitidez los criterios para distinguir formas asépticas o inofensivas de conceptualización – en el límite- de formas opresoras, pero sabemos algo al menos de la especificidad de los mecanismos de estas últimas. Que exista, pues, todavía el «eterno femenino» – y no el «eterno esclavo», el «eterno siervo» o «el eterno proletario»- prueba, simplemente, que el sistema de dominación masculina dura más.»


«Parece haber algo que unifica conceptualmente la situación de la mujer encima de la gran diversidad de situaciones, formas y grados de explotación, opresión y marginación que han sufrido las mujeres en distintas sociedades a lo largo de la historia. Este elemento unificador es el «lugar» de las mujeres en la especie -visto desde nuestra perspectiva actual para formular esta generalización, que no puede ser sino la misma perspectiva crítica que cuestiona este reparto-, que puede definirse como el lugar de la «naturaleza», lugar que se pretende que sea asimismo «natural».

Obsérvese que la categoría de naturaleza para «marcar» a la mujer funciona aquí como juez y como parte, como criterio de conceptualización y como resultado de haber aplicado ese criterio, como propiedad de la línea que dibuja la demarcación y como la característica del ámbito que resulta así acotado: la mujer no solo es naturaleza sino que (para que puedan ser cumplidas las funciones ideológicas que de la operación se exigen) ha de serlo «naturalmente»; es «por naturaleza», naturaleza, en el nivel del lenguaje objeto y en el del metalenguaje.»


«No se prevendrá nunca suficientemente al feminismo de la trampa ideológica que supondría para él la aceptación, en cualquier medida, de una ideología biologista, la asunción de que la opresión de la mujer viene determinada por sus funciones reproductoras «naturales», de que, a diferencia del hombre, ella es naturaleza y, por tanto, ha de reproducir a la especie como naturaleza que es. La polémica en torno al aborto tiene ese trasfondo ideológico: si la mujer decide en cuanto a la reproducción, entonces se reproduce como cultura y no como naturaleza, es decir, no se reproduce ni reproduce como lo que la cultura como ideología patriarcal decreta que es.

La reproducción según la cultura -según el logos y no solo según la carne- implica el control de los procesos naturales por decisiones conscientes y libres, implica reconocer que la mujer es portadora de logos, de juicios de valor acerca del sentido y la oportunidad de una vida que todavía no es sino naturaleza. Al no reconocer a la mujer como cultura, hay que definir como cultura por excelencia lo que es meramente vida vegetativa y, trastocando los términos de la cuestión, revestir al feto en grado máximo de aquellos atributos jurídicos que son producto depurado del propio desarrollo cultural.»


«Si se entiende que toda división del trabajo es un hecho social y cultural, adjetivarla de sexual es tan absurdo como llamarla hormonal o biliar. Hablemos, pues, mejor de división del trabajo en función del sexo. ¿Existe esta forma de división del trabajo? Existe, sin duda, una forma de división social del trabajo que encuentra sus racionalizaciones ideológicas en argumentos que apelan a supuestas peculiaridades propias de cada sexo: a este fenómeno se le llama división del trabajo en función del sexo. La definición de estas peculiaridades es, como sabemos, cultural, y, por tanto, la división del trabajo en función del sexo lo es en función del sexo culturalmente definido, entre otras cosas, por la posición misma que se le adjudica en este sistema de división del trabajo. La definición es, pues, circular.

No hay, en rigor, división del trabajo en función del sexo. Sí hay, en cambio -¡quién negaría la evidencia!-, una diferencia en las funciones reproductoras que corresponden respectivamente al macho y a la hembra de la especie humana, como ocurre en otras especies de mamíferos, hecho determinado por la propia biología. Pero (¡una vez más habrá que decirlo!) la naturaleza solo define lo que define. En este terreno ni se prohíbe ni se decreta nada. En ninguna sociedad se prohíbe a los hombres que amamanten a sus hijos ni se prescribe que sean únicamente las mujeres las que lo hagan. Solo se prohíbe hacer, obviamente, aquello que se puede hacer.»

SINOPSIS: «Hacia una crítica de la razón patriarcal», de Celia Amorós.

«Conjunto de ensayos y artículos acerca de las implicaciones filosóficas del feminismo, tanto de las teorías feministas como del feminismo considerado como fenómeno histórico y social. El desarrollo de estas implicaciones supone una determinada concepción de la filosofía.»

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