Ortega y Gasset. El Espectador.
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«Aquí está, aquí está el origen de la infelicidad. ¿Quién, que se halle totalmente absorbido por una ocupación, se siente infeliz? Este sentimiento no aparece sino cuando una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva, cesante. La melancolía, la tristeza, el descontento son inconcebibles cuando nuestro ser íntegro está operando. Basta, en cambio, que en nuestra actividad se haga un calderón para que asciendan del espíritu quieto -como los vahos maléficos en un agua muerta- esas emociones de desazón, de desamparo y vacío infinito. Entonces advertimos el desequilibrio entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual. Y eso, eso es la infelicidad. La más sencilla observación de nuestra naturaleza psíquica nos descubre que los actos espirituales, cuyo conjunto somos, mientras se están verificando no son percibidos por nosotros. Cuando pensamos en algo con atención concentrada, cuando experimentamos la cólera o el amor apasionado, no nos queda un resto de conciencia libre que pueda ponerse a mirar esos estados intensísimos. Solo después que han pasado advertimos el eco de su turbulencia, la estela o rastro que su actuación deja en nosotros.
Pues hablando rigorosamente, esto acontece con todas nuestras actividades en el momento de ejercitarse. En cierto modo, vivir y sentirse vivir son dos cosas incompatibles. No sentimos más que aquello de nuestra personalidad que está o pasa a estar en situación potencial. Cuanto menor sea la expansión de nuestras actividades, en mayor grado seremos espectadores de nosotros mismos. Y el espectáculo que se nos ofrece es nuestro yo atado como un Prometeo que pugna por moverse y no lo logra; nuestro yo convertido en puro anhelo, en propósitos irrealizados, en tendencia paralíticas y conatos reprimidos.
Si en los momentos de infelicidad, cuando el mundo nos parece vacío y todo sin sugestiones, nos preguntan qué es lo que más ambicionamos, creo yo que contestaríamos: salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo agarrotado y paralítico. Y envidiamos los seres ingenuos, cuya conciencia nos parece verterse íntegra en lo que están haciendo, en el trabajo de su oficio, en el goce de su juego o de su pasión. La felicidad es estar fuera de sí, pensamos. De lo que llevo dicho se desprende que en ese estar fuera de sí consiste precisamente el vivir espontáneo, el ser, y que, al entrar dentro de sí, el hombre deja de vivir y de ser y se encuentra frente a frente, con el lívido espectro de sí mismo.»
«El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. ¿Quién no descubre dentro de sí la evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios, son, en verdad, los dos haces de un mismo estado de espíritu. Solo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para nosotros mayor muerte que con ello fenecer. Por esta razón, yo no he podido sentir nunca hacia los mártires admiración, sino envidia. Es más fácil lleno de fe morir, que exento de ella arrastrarse por la vida.»
«Tenemos que preparar el nuevo progreso con una sabiduría de perspectiva. De otro modo, no lograremos una verdadera ampliación del orbe. Nuestra cultura superficial nos induce a proyectar todo el universo sobre un solo plano en vez de respetar delicadamente sus múltiples dimensiones que le proporcionan deleitable, ilimitada concavidad. Una instancia suprime así todas las demás: la ciencia a la poesía, la poesía a la ciencia, ambas a la religión y la religión a las dos. Ved al reaccionario que trae el pasado sobre el presente con ánimo de desalojar éste; ved al radical y utopista que se obstina en hacer sobre la escena de la actualidad los gestos que corresponden al porvenir. Así no poseemos ni pasado ni futuro, y vueltos hacia el uno o hacia el otro, damos siempre la espalda al presente.
El propio error de perspectiva cometemos con la moral. ¡Ah, cuánto hemos de hablar sobre esto en voz queda y confidencial para que no nos oigan los periodistas, que todo lo desmesuran! Ninguna moral que verdaderamente lo sea se puede cumplir: sus normas se elevan como esquemas incorpóreos en el límite de nuestro horizonte vital. Desde allí ejercen su noble ministerio de puntos cardinales para el espíritu. ¿No es otro quid pro quo de índole semejante al antedicho que pretendamos hacer de cada punto de nuestra existencia un punto cardinal?
Se puede ir hacia el Norte o hacia el Sur, pero no se puede llegar a ellos: no son dos ciudades que existan a la vera de ningún camino. Dejemos, pues, a la moralidad o conjunto de las normas su ideal lejanía: como tales normas ni pueden ni tienen que ser realizadas. La contraria preocupación lleva a una de estos dos inmoralidades: o el afán de que sean prácticas, según suele decirse, nos hace elevar a la dignidad de normas torpes recetas extraídas inductivamente de la experiencia, o la vana exigencia de realizar lo irrealizable siembra en nuestra vida constante inquietud, nociva dualidad, descontento, sensación de íntimo fracaso.»
«La progresión es siempre relativa a la meta que hayamos predeterminado. El progreso de la vida humana será real si las metas ideales a que las referimos satisfacen plenamente. Si el ideal cuya aproximación mide y prueba nuestro avance es ficticio o insuficiente, no podemos decir que la vida humana progrese. En el orden de la velocidad en las comunicaciones es, evidentemente, el ferrocarril un progreso sobre la silla de postas y la diligencia. Pero es cuando menos discutible que la aceleración de los vehículos influya en la perfección esencial de los corazones que en ellos hacen ruta.»
«La lectura, en su más noble forma, constituye un lujo espiritual: no es estudio, aprendizaje, adquisición de noticias útiles para la lucha social. Es un virtual aumento y dilatación que ofrecemos a nuestras germinaciones interiores: merced a ella conseguimos realizar lo que solo como posibilidad latía en nosotros.»
«El arte no puede consistir nunca en copiar una realidad, si por realidad se entiende lo que se ve, se oye, se toca. Lo sensible es solo el resultado de una complicada labor oculta. Lo visto, lo oído, tiene valor meramente por lo que en ello hay de alusión a ese fermentar secreto, a esa latente trayectoria de que lo sensible no es sino un estadio. La realidad no es solo el arroyo que vemos correr, mas también el manantial subterráneo que no vemos y produce aquél. Por eso, la realidad no puede copiarse, sino que se la sorprende mediante un acierto misterioso que hace al artista coincidir con ella, como el compás de la danza hace coincidir movimientos espontáneos e independientes.»
«Porque las costumbres son en grado eminente lo baladí, lo sin valor, lo insignificante. Asentadas en los sótanos de nuestro organismo y de nuestra conciencia, representan en nuestra vida lo mismo que el nivel del mar en un paisaje montañoso. Nuestros ojos buscan las crestas de la serranía, las lomas redondas del collado, la línea ondulante y variante, y no nos interesa la consideración de que, al fin y al cabo, el nivel del mar forma parte de las montañas y las hace posibles. Del mismo modo los que habitan próximos a una catarata acaban por no oír su estruendo. La vida es brinco e innovación. La costumbre, en cambio, es la vida ya vivida, la vida gastada que se acumula bajo los pues de la vida enérgica y progresiva.»
«Querer es querer la realidad de algo, y, por tanto, querer los medios que lo realizan. En última sustancia, es siempre un querer «hacer» algo. Desear, en cambio, es lo que solemos expresar con más rigor cuando hablamos de un «mero deseo». El deseo, en sentido estricto, implica el darse cuenta de que lo deseado es relativa o absolutamente imposible.
Ciertamente que nada puede ser querido si no ha ido antes objeto de un apetito primario; pero no todo lo que anhelamos lo queremos. De la cuna a la sepultura es la existencia una lucha de fronteras entre nuestras voliciones y nuestros deseos, y en cada instante podríamos hallar en nosotros una zona confusa donde no sabemos si nuestro querer es un mero desear o nuestro desear es ya un querer. Entre ambas provincias interiores hay ósmosis y endósmosis constantes. El deseo es un querer fracasado, es el espectro de una volición; mas, por otra parte, sigue en él viviendo el apetito primario, siempre presto a transformarse otra vez en voluntad cuando lo que ayer era imposible parece hoy realizable.
El deseo nutre el querer, lo excita, gravita constantemente sobre él, moviéndolo a ampliarse, a ensayar una vez y otra la realización de lo que ayer era imposible. El deseo es, pues, una función interna. Impráctico si se le confronta con el medio, es útil como regulador de la voluntad y de otras funciones anímicas. Cuanto mayor sea nuestro repertorio de deseos, más grande es la superficie ofrecida a la selección en que se va decantando el querer. El deseo, por tanto, vierte su influjo dentro del organismo psíquico.»
«La mayor parte de los hombres vive una vida interior, en cierta manera, apócrifa. Sus opiniones no son, en verdad, sus opiniones, sino estados de convicción que reciben de fuera por contagio, y lo que creen sentir no lo sienten realmente, sino que, más bien, dejan repercutir en su interior emociones ajenas. Solo ciertas individualidades de selecta condición poseen el peculiar talento de distinguir dentro de sí lo auténtico de l0 apócrifo y logran eliminar cuanto ha inmigrado en ellos desde el contorno.
La autoridad social, la tradición, la moda y el contagio psíquico arrojan constantemente dentro de nuestra persona opiniones, sentimientos, resoluciones que, en cierto modo, no son de nadie en particular, y por lo mismo pueden parece de cada uno cuando los halla alojados en su interior. En la zona más privada de la vida individual es acaso fácil diferenciar lo originalmente nuestro de lo recibido y mostrenco. Pero en otros órdenes de la actividad psíquica, donde la independencia de criterio supone dotes y conocimientos especiales, lo habitual en las gentes es vivir de prestado. Esto acontece, sobre todo, en política y en arte.
La opinión pública y los apasionamientos políticos son obra vil del contagio. El aplauso y el silbido a la obra de arte suele tener el mismo origen; la gente ha oído que tal autor es un gran pintor y dócilmente siente anegarse su ánima de un apócrifo placer que la tranquiliza respecto a su capacidad de sentir arte. El fenómeno de embotamiento ante la belleza pictórica y musical a que antes me refería, solo ha de buscarse en el área de los sentimientos auténticos.»
«La prehistoria goza en el pensamiento hegeliano de un valor sustantivo. No es, simplemente, la madrugada oscura de la historia, su primer capítulo tenebroso o lívido. Es francamente no-historia, ante-historia. La historia, hemos visto, no comienza mientras no entra en escena el hombre espiritual; por tanto, el Espíritu, consciente de sí mismo, con una conciencia muy tosca de sí, pero atento ya a sí. El síntoma de esto, para Hegel, es la existencia de un Estado. No sorprende este privilegio concedido por Hegel a lo político. Conocerse a sí mismo el Espíritu es caer en la cuenta de que es libre, de que existe una realidad insumisa a mandatos ajenos, dueña y señora de sí misma, autónoma. Libre es el que se determina a sí mismo, el que se da a sí propio leyes.
Ahora bien: la existencia en el universo de algo que merezca el nombre de Estado es la existencia de algo que da leyes y que no las recibe; por tanto, que se da a sí mismo sus leyes. En la naturaleza no existe nada parecido: cada cosa en ella está sometida a otra externa a ella; es por esencia esclava. La aparición del Estado es la iniciación de una realidad nueva, sobrenatural; es el anuncio de que nace un orbe cuya sustancia es Libertad. Es el orbe histórico o sobrenatural, cuya vida y evolución no consiste en más que en un «progreso de la conciencia de libertad».
En la naturaleza propiamente no pasa nada, por la sencilla razón de que siempre pasa lo mismo. El cordero que nace mañana es lo mismo que el cordero nacido hoy, o ayer o hace mil años. La vida del árbol desde que fue simiente hasta que él da simiente es un ciclo siempre idéntico. La vida natural termina siempre en un individuo igual al que fue: el padre en el hijo, que es otro ejemplar igual a él. En la naturaleza, la variación es pura repetición. Por eso -dice Hegel- la naturaleza es aburrida. «No pasa nada nuevo bajo el Sol natural». Solo hay evolución cuando el Espíritu comienza. Entonces ya no hay más que evolución, y empiezan a pasar cosas siempre nuevas. En el tiempo espiritual de la historia no hay dos días iguales. El ayer es un auténtico ayer, un definitivo pasado que no se repetirá jamás. Basta que haya sido para que el mañana se diferencie de él y lo supere, se libere de él. La historia es el liberarse de la repetición y del aburrimiento. La historia es lo divertido.»
«La verdad científica se caracteriza por su exactitud y el rigor de sus previsiones. Pero estas admirables calidades son conquistadas por la ciencia experimental a cambio de mantenerse en un plano de problemas secundarios, dejando intactas la últimas, las decisivas cuestiones. De esta renuncia hace su virtud esencial y no será necesario recalcar que por ello solo merece aplausos. Pero la ciencia experimental es solo una exigua porción de la mente y el organismo humanos. Donde ella se para no se para el hombre. Si el físico detiene la mano con que dibuja los hechos allí donde su método concluye, el hombre que hay detrás de todo físico prolonga, quiera o no, la línea iniciada y la lleva a terminación, como automáticamente al ver el trozo del arco roto nuestra mirada completa la aérea curva manca.
La misión de la física es averiguar de cada hecho que ahora se produce su principio, es decir, el hecho antecedente que originó aquél. Pero este principio tiene a su vez un principio anterior y así sucesivamente hasta un primer principio originario. El físico renuncia a buscar este primer principio del Universo, y hace muy bien. Pero repito que el hombre donde cada físico vive alojado no renuncia y, de grado o contra su albedrío, se le va el alma hacia esa primera y enigmática causa. Es natural que sea así. Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él. De aquí que sea al hombre materialmente imposible, por una forzosidad psicológica, renunciar a poseer una noción completa del mundo, una idea integral del Universo.»
«Si vemos que alguien no es ni siquiera curioso, pensaremos, por fuerza, que no es inteligente; menos aún, que carece de vitalidad. Vivir es un verbo muy extraño. Por una parte, significa el peculiar modo de existencia que lleva el organismo individual. Éste es un trozo de realidad acotado y aparte de las demás cosas. Vida es siempre realidad propia y exclusiva de alguien, es vida mía, o tuya, o suya. Es lo que pasa dentro de mí, en los límites de mi cuerpo y mi conciencia.
Pero si observamos qué es lo que pasa dentro de nosotros, qué es nuestro vivir, advertimos que consiste siempre en un ocuparnos con las cosas en torno, con el mundo en derredor: vivir es ver, oír, pensar en esto o en lo otro, amar y odiar a los demás, desear uno y otro objeto. De donde resulta que vivir es, a la vez, estar dentro de sí y salir fuera de sí; es precisamente un movimiento constante desde un dentro -la intimidad reclusa del organismo- hacia un fuera, el Mundo.
Pero al llegar a ese «fuera», por ejemplo, a un paisaje cuando lo vemos, lo que hemos hecho es meterlo dentro de nosotros, nos lo hemos tragado. Por tanto, desde fuera hemos vuelto adentro, trayéndonos en las garras botín cósmico. En consecuencia, vivir es un movimiento circular que va de dentro afuera y desde fuera otra vez adentro. Vivir es un verbo, a la par, transitivo y reflexivo: vivirse a sí mismo en tanto en cuanto vivimos las cosas.
Para que la vitalidad sea completa y sana es menester que ese movimiento se cumpla enérgicamente en su doble dirección. No solo salir de sí a las cosas, sino traerse luego éstas, apoderarse de ellas, internarlas, entrañárselas. El que solo es curioso no hace más que lo primero: todo le llama la atención. Ya es algo. Comienza a vivir. Sale de sí. Pero si todo le llama la atención , no podrá fijarse en nada. Apenas llega a un cosa, ya otra estará reclamándole. Lo curioso de la cosa curiosa es simplemente su novedad, y como ésta se pierde en el primer contacto con el objeto, la curiosidad no hace más que resbalar por las cosas sin adueñarse de ellas, sin volver a la persona con la nueva riqueza. El curioso no vuelve a sí, no tiene fuerza para resistir a la llamada que le hacen las circunstancias, se pierde en ellas, se enajena y anula.
Para apoderarse de las cosas es menester entrañárselas, y para esto es menester fijarse bien en ellas, y para fijarse en algo es menester extrañarse. El curioso no puede extrañarse de nada, porque le atrae la novedad de la cosa y nada más. No le atrae la cosa misma. La curiosidad es la vitalidad mínima, en su forma frívola. Alma sin densidad, la del curioso gravita a merced del panorama que le rodea. En cambio, el espíritu plenamente vital no es curioso. No sale de sí mismo sin más ni más: no vive, por decirlo así, en la calle. Es menester que haya algún serio motivo para abandonar su íntima reclusión, que la cosa ofrezca interés por sí misma, que obligue a fijarse en ella. Pero solo podemos fijarnos en lo que nos extraña. Y ver algo extraño significa sencillamente que descubrimos un problema.
La diferencia esencial entre la «cosa curiosa» y la «cosa extraña» es que aquélla tiene novedad y ésta contiene un problema. El problema propone a la mente un tarea, un trabajo, y en este esfuerzo sobre el objeto nos afirmamos frente a él, nos hacemos dueños de él, nos lo entrañamos. La plena vitalidad del espíritu consiste, pues, en ser curiosos de problemas.»
«No se trata de aceptar «nuestro tiempo» sin más ni más. Todo lo contrario. Cada «nuestro tiempo» trae consigo su norma y su enormidad, su decálogo auténtico y su falsificación. De aquí que sea preciso hacer constantemente la crítica de «nuestro tiempo» puro, traerlo de su falsificación incesante a su esencial verdad, medirlo consigo mismo. Cuanto más seriamente se acepte «nuestro tiempo», mayor rigor se pondrá en no pactar con sus defraudaciones.
De éstas, la más frecuente, la más vulgar y la más fácil consiste en el extremismo. Al falsificador nato -una especie de hombre muy frecuente- que es incapaz de crear, no le queda otro medio para hacerse la ilusión de que crea, de que es alguien, sino exagerar la idea o el modo nuevos, llevarlos al extremo. ¡Nada más cómodo! Colocado en una idea o o modo que uno no ha inventado, sino que ha recibido, seguir todo derecho hasta el extremo. Esto es lo contrario de la creación; es la definición de la inercia. Los exageradores son los inertes de su época. ¡Allá van en la dirección en que un buen día fueron empujados!
El hombre creador, es decir, el que vive con autenticidad, conoce los límites de su original verdad, y, por lo mismo, está sobre aviso, pronto a abandonarla en el punto donde empieza a convertirse en falsedad.»
SINOPSIS: «El Espectador», de Ortega y Gasset.
«El Espectador nació con la intención de convertirse en una revista unipersonal escrita por José Ortega y Gasset. Los muy diversos quehaceres del filósofo le impidieron cumplir el proyecto, pero publicó ocho tomos entre 1916 y 1934. En esta colección se ofrecen de dos en dos. Van aquí los dos primeros. Encontramos en ellos al pensador curioso de cuanto acontece en el mundo, que describe lo que ve con una prosa llena de metáforas, especialmente bella en sus notas de viajes, y también algunas de sus reflexiones filosóficas más profundas («Verdad y Perspectiva», por ejemplo), junto a la fina crítica literaria (sobre Baroja y Azorín) y artística (sobre Tiziano, Poussin, Velázquez).»
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