John Stuart Mill. Sobre la libertad.

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«Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal que sólo tuviera valor para su dueño; si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si e errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión mas viva de la verdad, producida por su colisión con el error.»


«Quien sólo conozca un aspecto de la cuestión no conoce gran cosa de ella. Sus razones pueden ser buenas y puede no haber habido nadie capaz de refutarlas. Pero si él es igualmente incapaz de refutar las razones de la parte contraria, si las desconoce, no tiene motivo para preferir una u otra opinión. La posición racional para él sería la suspensión de todo juicio, y si no se contenta con esto, o se deja llevar por la autoridad, o adopta, como hace la generalidad, el partido por el cual siente mayor inclinación. Y no basta que oiga los argumentos de sus adversarios de la boca de sus maestros, presentados en la forma que ellos les den, y acompañados por los que ellos mismos ofrecen como refutación.

No es ésta la manera de hacer justicia a tales argumentos ni de ponerlos en verdadero contacto con su propio espíritu. Debe poder oírlos de boca de aquellas personas que actualmente creen en ellos, que los defienden de buena fe y con todo empeño. Debe conocerlos en su forma mas plausible y persuasiva, y sentir toda la fuerza la la dificultad que es necesario vencer para llegar a una opinión verdadera en la materia; de otra manera jamás se adueñará de la porción de verdad necesaria para hacer frente y remover esta dificultad.

El noventa y nueve por ciento de los hombres llamados educados están en esta situación; incluso aquellos que pueden argüir con soltura en defensa de sus opiniones. Su conclusión puede ser verdadera, pero por todo lo que ellos saben lo mismo podría ser falsa. Nunca se han colocado en la posición mental de aquellos que piensan de manera diferente que ellos ni han considerado lo que estas personas pueden tener que decir; y, por consiguiente no conocen, en el sentido propio de la palabra, la doctrina que ellos mismos profesan. Desconocen de ella aquellas partes que explican y justifican el resto, las consideraciones que muestran cómo un hecho, aparentemente contradictorio con otro, es conciliable con él, o que de dos razones, aparentemente fuertes, una debe ser preferida. Son extraños a toda esta parte de la verdad, la cual decide y determina el juicio de los espíritus bien informados; ésta es sólo conocida de aquellos que han oído igual e imparcialmente a las dos partes y tratado de ver sus razones a la luz más clara posible.»


«Las facultades humanas de percepción, juicio, discernimiento, actividad mental y hasta preferencia moral sólo se ejercitan cuando se hace una elección. El que hace una cosa cualquiera porque ésa es la costumbre no hace elección ninguna. No gana práctica alguna ni en discernir ni en desear lo que sea mejor. Las potencias mentales y morales, igual que la muscular, sólo se mejoran con el uso. No se ejercitan más las facultades haciendo una cosa meramente porque otros la hacen que creyéndola porque otros la creen. Cuando una persona acepta una determinada opinión, sin que sus fundamentos aparezcan en forma concluyente a su propia razón, esta razón no puede fortalecerse, sino que probablemente se debilitará; y si los motivos de un acto no están conformes con sus propios sentimientos o su carácter (donde no se trata de las afecciones o los derechos de los demás), se habrá ganado mucho para hacer sus sentimientos y carácter inertes y torpes, en vez de activos y enérgicos.

El que deje al mundo, o cuando menos a su mundo, elegir por él su plan de vida no necesita ninguna otra facultad más que la de la imitación propia de los monos. El que escoge por sí mismo su plan emplea todas las facultades. Debe emplear la observación para ver, el razonamiento y el juicio para prever, la actividad para reunir los materiales de la decisión, el discernimiento para decidir, y cuando ha decidido, la firmeza y el autodominio para sostener su deliberada decisión. Y cuando más amplia sea la parte de su conducta, la cual determina según su propio juicio y sentimiento, más necesita y ejercita todas esta cualidades.

La naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo y dispuesta a hacer exactamente el trabajo que le sea prescrito, sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos lados según las tendencia de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa viva. Se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impulsos son suyos propios, es decir, son la expresión de su propia naturaleza, desarrollada y modificada por su propia cultura. El que carece de deseos e impulsos propios no tiene más carácter que una maquina de vapor.»

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«¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona? Porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta; porque su costumbre ha sido oír todo cuanto se haya podido decir contra él, aprovechando todo lo que era justo, y explicándose a sí mismo, y cuando había ocasión a los demás, la falsedad de aquello que era falso, porque se ha percatado de que la única manera que tiene el hombre de acercarse al total conocimiento de un objeto es oyendo lo que pueda ser dicho de él por personas de todas las opiniones, y estudiando todos los modos que puede ser considerado por los diferentes caracteres de espíritu.

Ningún sabio adquirió su sabiduría por otro procedimiento; ni es propio de la naturaleza humana adquirir la sabiduría de otra manera. El hábito constante de corregir y completar su propia opinión comparándola con la de los demás, lejos de causar duda y vacilación al aplicarla en la práctica, es el único fundamento sólido de una justa confianza en ella: pues conocedor de todo lo que al menos obviamente puede decirse contra él y habiendo tomado su posición contra todos sus contradictores -sabiendo que ha buscado la objeciones, en vez de eludirlas, y que de ninguna parte ha podido obtener nueva luz que lanzar sobre el asunto-, tiene derecho a considerar su juicio mejor que el de cualquier otra persona o multitud que no le haya hecho pasar por un proceso semejante.»


«Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta de aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio. Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual: encontrarlo y defenderlo contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos como la protección contra el despotismo político.»


«El despotismo de la costumbre es en todas partes el eterno obstáculo al desenvolvimiento humano encontrándose en incesante antagonismo con esa tendencia a conseguir algo mejor que la costumbre, denominada según las circunstancias, el espíritu de libertad o el de progreso o mejoramiento. El espíritu de progreso no es siempre el espíritu de libertad, pues puede tratar de imponer mejoramientos a un pueblo que no los desea; y el espíritu de libertad, en tanto que resiste estos intentos, puede aliarse, temporal y localmente, con los adversarios del progreso; pero la única fuente de mejoras, infalible y permanente, es la libertad, ya que, gracias a ella, hay tantos centros independientes de mejoramiento como individuos.»


«Nadie puede ser un gran pensador sin reconocer que su primer deber como tal consiste en seguir a su inteligencia cualesquiera que sean las conclusiones a que se vea conducido. La verdad gana más por los errores del hombre que, con el estudio y la preparación debidos, piensa por su cuenta, que con las opiniones verdaderas de quien sólo las mantiene por no tomarse la molestia de pensar. No es que la libertad de pensar sólo sea necesaria para la formación de grandes pensadores. Al contrario, es tanto o más indispensable para que el promedio de los hombres pueda alcanzar el nivel intelectual de que sea capaz.

Pueden haber existido y pueden volver a existir grandes pensadores en una atmósfera de esclavitud mental. Pero nunca se ha dado, ni se dará en esta atmósfera, un pueblo intelectualmente activo. Cuando en un pueblo se ha manifestado temporalmente este carácter ha sido debido a que durante un cierto tiempo quedó en suspenso el temor a la especulación heterodoxa. Cuando existe una convención tácita para que los principios no sean discutidos; cuando la discusión de las más grandes cuestiones que pueden preocupar a la humanidad se considera terminada, no puede abrigarse la esperanza de encontrar ese general y alto nivel de actividad mental que tan notables ha hecho algunas épicas de la historia.»

SINOPSIS: «Sobre la libertad», de John Stuart Mill.

«»Sobre la libertad» es una vibrante defensa de la libertad de pensamiento y expresión, una apasionada apología de la tolerancia y el respeto debido a las creencias o minorías disidentes, una audaz reivindicación de la espontaneidad y singularidad humana frente a la opresión ejercida por las autoridades, la costumbre o la opinión. Precedido por un esclarecedor prólogo de Isaiah Berlin, el presente ensayo de John Stuart Mill (1806-1873) pertenece a la breve galería de obras de combate político que, aun décadas o siglos después de ser escritas, siguen determinando los comportamientos de los hombres.»

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