Irene Vallejo. El infinito en un junco.
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«Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de luz. Para imaginar cómo leían nuestros antepasados necesitamos conocer, en cada época, esa red de circunstancias que rodean el íntimo ceremonial de entrar en un libro. El manejo de un rollo no se parece al de un libro de páginas. Al abrir un rollo, los ojos encontraban una hilera de columnas de texto, una detrás de otra, de izquierda a derecha, en la cara interior del papiro. A medida que avanzaba, el lector iba desenroscándolo con la mano derecha para acceder al texto nuevo, mientras con la mano izquierda enrollaba las columnas ya leídas. Un movimiento pausado, rítmico, interiorizado; un baile lento. Al terminar de leerse, el libro quedaba enrollado al revés, desde el final hacia el principio, y la cortesía exigía rebobinarlo -como las cintas casetes- para el próximo lector.»
«Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo.»
«El rollo de papiro supuso un fantástico avance. Tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva. El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro fue desde el principio un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura.»
«Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban, una voz era silenciada para siempre.»
«En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos -la duración, el precio, la resistencia, la ligereza- del soporte físico de los textos. Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras.»
«Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, la arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida.»
«Es un hecho comprobado que toda copia siembra errores en el texto que reproduce. Una copia de la copia reproducirá los fallos del modelo y siempre añadirá otros nuevos de su propia cosecha. Los productos artesanos nunca son idénticos. Solo las máquinas pueden reproducir en serie. Los libros manuscritos variaban a medida que se iban multiplicando, como ese juego que consiste en ir contándose la misma historia al oído de persona a persona y comprobar que, al pasar de boca en boca, termina por convertirse en un cuento diferente del original.»
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«En tiempos de palabras aladas, la literatura era un arte efímero. Cada representación de esos poemas orales era única y sucedía una sola vez. Como un músico de jazz que a partir de una melodía popular se entrega a una apasionada improvisación sin partitura, los bardos jugaban con variaciones espontáneas sobre los cantos aprendidos. Incluso si recitaban el mismo poema narrando la misma leyenda protagonizada por los mismos héroes, nunca era idéntico a la vez anterior. Gracias a un entrenamiento precoz y disciplinado, aprendían a usar el verso como un lenguaje vivo, moldeable. Conocían los argumentos de cientos de mitos, dominaban las pautas del lenguaje tradicional, tenían un arsenal de frases preparadas y de comodines para rellenar los versos, y con esos mimbres tejían para cada recitación un canto a la vez fiel y diferente.»
«En los primeros tiempos, los poemas aún nacían y viajaban por cauces orales, pero algunos bardos aprendieron el trazado de las letras y empezaron a transcribirlos en hojas de papiro (o los dictaron) como pasaporte hacia el futuro. Quizá entonces algunos empezaron a tomar consciencia de las inesperadas implicaciones de aquella osadía. Escribir los poemas significaba inmovilizar el texto, fijarlo para siempre. En los libros, las palabras cristalizan. Había que elegir una sola versión de los cantos, lo más bella posible, para que sobreviviera a las demás. Hasta aquel momento, el canto era un organismo vivo que crecía y cambiaba, pero la escritura lo iba a petrificar. Optar por una versión del relato significaba sacrificar todas las demás y, al mismo tiempo, salvarlo de la destrucción y el olvido.»
«Pienso en la multitud de bardos itinerantes agazapados detrás de su nombre. Ellos fueron los primeros. Cantaban para entretener a los ricos en sus palacios y a la gente humilde en las plazas de las aldeas. Por aquel tiempo, ser poeta era un asunto de suelas gastadas, de polvo de los caminos, del instrumento a la espalda, de recitales al caer la noche y ritmo en el cuerpo. Aquellos artistas caminantes, los andrajosos enviados de las musas, sabios bohemios que explicaban el mundo en canciones, mitad enciclopedistas y mitad bufones, son los antepasados de los escritores. Su poesía vino antes que la prosa, y su música, antes que la lectura silenciosa.»
«Los libros infantiles y juveniles son obras literarias complejas o manuales de conducta? Un Huck Finn saneado puede enseñar mucho a los jóvenes lectores, pero les hurta una enseñanza esencial: que hubo un tiempo durante el cual casi todo el mundo llamaba «negratas» a sus esclavos y que, debido a esa historia de opresión, la palabra se ha convertido en tabú. No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas. Al contrario de lo que cree Platón, los personajes malvados son un ingrediente crucial de los cuentos tradicionales, para que los niños aprendan que la maldad existe.»
«Los libros no han perdido del todo ese primitivo valor que tuvieron en Roma, la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmuevan, un ser querido será el primero a quien hablaremos de ellas. Al regalar una novela o un poemario a alguien que nos importa, sabemos que su opinión sobre el texto se reflejará sobre nosotros. Si un amigo, una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastreamos sus gustos y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas subrayadas, iniciamos una conversación personal con las palabras escritas, nos abrimos con mayor intensidad a su misterio. Buscamos en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros.»
«Los censores de todas las épocas corren el peligro de desencadenar un efecto contraproducente, y esta es su gran paradoja: dirigen los focos de atención precisamente sobre aquello que pretendían ocultar.»
«Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.»
SINOPSIS: «El infinito en un junco», de Irene Vallejo.
«Este es un libro sobre la historia de los libros. Un recorrido por la vida de ese fascinante artefacto que inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo. La historia de su fabricación, de todos los tipos que hemos ensayado a lo largo de casi treinta siglos: libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz. Es, además, un libro de viajes. Una ruta con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hipatia, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Un hilo que une a los clásicos con el vertiginoso mundo contemporáneo, conectándolos con debates actuales: Aristófanes y los procesos judiciales contra humoristas, Safo y la voz literaria de las mujeres, Tito Livio y el fenómeno fan, Séneca y la posverdad; Pero, sobre todo, esta es una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros: narradoras orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, monjas, esclavos, aventureras; Lectores en paisajes de montaña y junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves más apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia, esos salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo.»
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