John Locke. Pensamientos sobre la educación.

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«Pienso que la educación no consiste en perfeccionar a los jóvenes en alguna de las ciencias, sino en abrir sus mentes, preparándolos para que puedan utilizar cualquiera de ellas que pudieran necesitar. Si los hombres se acostumbran durante mucho tiempo a un sólo tipo o método de pensamiento, sus mentes crecerán adheridas a él rígidamente y no podrán cambiar con facilidad a otro. Por tanto, creo que para darles la libertad necesaria los hombres han de ver todos los tipos de conocimiento, ejercitando el entendimiento en una amplia variedad de ellos. No estoy proponiendo que se persiga la variedad de conocimientos, sino la variedad y libertad de pensamiento; creo que lo que hay que aumentar son las facultades y actividades de la mente, no sus posesiones.»


«Aunque no se deba inquietar mucho a los niños en tanto que sean pequeños, con reglas y ceremonias de cortesía, hay ocasión, sin embargo, de evitar una especie de descortesía muy fácil de desenvolver entre los niños si no se les corrige desde temprano: es la disposición de interrumpir a las personas cuando hablan y de detenerles en sus discursos contradiciéndoles. Quizás sea el hábito de discutir, con la reputación de ingenio y de saber que se les atribuye (como si el arte de la discusión fuese el único medio que se tuviese para probar su habilidad), el que hace a los jóvenes tan dispuestos a espiar la ocasión de recoger lo que se dice en su presencia y mostrar en toda ocasión su talento. Lo cierto es que he encontrado muchos escolares censurables en este respecto.

Ahora bien: nada más grosero que interrumpir en su discurso a un hombre que habla. Y sin contar que es una impertinente tontería pretender responder a alguien antes de saber lo que quiere decir, es dar a entender claramente que estamos fatigados de escucharles, que hacemos poco caso de lo que dice, y que, juzgándole incapaz de interesar a la sociedad, pedimos audiencia para nuestros propios discursos, los únicos dignos de ser tratados. Nada puede demostrarnos evidentemente nuestra falta de respeto, y es imposible que no haga desagradable efecto; y, sin embargo ese es casi siempre el sentido de toda interrupción. Si como ocurre, no nos contentamos con interrumpir, si se toma la palabra para rectificar algún error o para contradecir lo que se ha dicho, se demuestra más abiertamente todavía, orgullo y suficiencia, puesto que en este caso nos erigimos a nosotros mismos en doctores, y nos encargamos, sea de rectificar a nuestro interlocutor en su recitación, sea de mostrar la inexactitudes de su juicio.

No es que yo quiera decir que la diversidad de las opiniones deba ser desterrada de la conversación, ni la contradicción del discurso de los hombres. Esto sería privarse de la mayor ventaja de la sociedad; esto sería renunciar a los progresos que se hacen en la compañía de los hombres esclarecidos cuando la luz brota del choque de las opiniones y los espíritus distinguidos ponen de relieve sucesivamente los diversos aspectos de las cosas. Los diferentes aspectos de la cuestión, las probabilidades que implican, todo esto se perdería para nosotros si cada interlocutor estuviese obligado a subscribir la primera opinión que se haya expresado.

Lo que yo condeno, no es que se contradiga las opiniones de los demás, sino la manera como se contradicen. Que los jóvenes se habitúen a no lanzar su propia opinión en oposición a las opiniones de los demás hasta que se les ruegue que den su opinión o hasta que los interlocutores, habiendo acabado de hablar, guarden silencio; y aun entonces, que no intervengan más que por preguntas para instruirse ellos mismos, sin pretender instruir a los demás. Es preciso evitar las afirmaciones dogmáticas y el aire magistral. Solamente cuando les ofrece ocasión una pausada sobrevenida en la conversación general, es cuando pueden modestamente hacer sus preguntas a la manera de hombres que quieren enterarse.»


«Es un mal cálculo hacerlo rico de dinero y pobre de espíritu. Con profundo asombro he visto con frecuencia a padres que prodigan su fortuna para dar a sus hijos bellas ropas, para alojarlos y alimentarlos con lujo, para procurarles más servidores de los necesarios, y que, al mismo tiempo, debilitaban su espíritu y no se preocupaban de cubrir la más vergonzosa de las desnudeces, es decir, su ignorancia y sus malas inclinaciones. No puedo dejar de creer que en esto los padres no hacen sino halagar su propia vanidad: su conducta demuestra mejor el orgullo que una verdadera preocupación del bien de sus hijos. Todos los gastos que hagáis en interés de vuestros hijos probarán la viveza de vuestro amor por ellos, aun cuando disminuyesen su herencia.»


«Si no se debe jamás desatender las preguntas de los niños, se debe también tener gran cuidado en no darles jamás respuestas engañosas e ilusorias. Bien pronto se aperciben de que se les abandona y se les engaña, y no tardan en hacerse negligentes, disimulados y embusteros, si observan que se es así con ellos. Es deber nuestro respetar la verdad en todos nuestros discursos; pero, sobre todo, cuando hablamos con los niños, porque si nos divertimos en engañarlos, no sólo dejamos de responder a su expectación e impedimos que se instruyan, sino que corrompemos su inocencia y les enseñamos el peor de los defectos. Son viajeros recién llegados a un país extraño, del que no conocen nada; debemos, por consiguiente, abstenernos de engañarlos.

Y aún cuando sus preguntas puedan parecernos, a veces, insignificantes, no por eso es preciso darles respuestas menos serias, porque aun cuando nos parezcan indignas de hacerse, a nosotros, que conocemos desde hace tiempo la solución, no son menos importantes para un niño, que ignora todas las cosas. Los niños son extraños a lo que nos es más familiar, y todas las cosas que se les ofrece les son desconocidas, como lo han sido para nosotros mismos. Dichosos los que encuentren gentes corteses, complacientes con su ignorancia y dispuestos a ayudarles a salir de ella.»

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«En un hombre mal educado, el valor pasa por brutalidad, de la que tiene todas las apariencias. El saber se convierte en pedantería; la gracia, en bufonada; las costumbres sencillas pasan por rusticidad; el buen natural, por servilismo. En fin, no hay cualidad buena que la mala educación no rebaje y desfigure en ventaja suya. Sí, las virtudes y los talentos, aun cuando se les rinda el homenaje que se les debe, no bastan para asegurar a un hombre una buena acogida en el mundo y asegurarle el éxito donde llegue. Nadie se contenta con diamantes en bruto, y no los llevan así quienes quieren engalanarse. Cuando están pulimentados y montados es cuando tienen todo su brillo. Las buenas cualidades son la riqueza substancial del espíritu; pero la buena educación es la que les da relieve. Y el que pretende ser agradable debe dar tanta belleza como fuerza a sus acciones.

La solidez, y aun la utilidad, no bastan: una manera graciosa y adecuada en todas las cosas es lo que les presta ornamento y las hace amables. Y, en la mayor parte de los casos, la manera de hacerlas es más importante que las cosas mismas que se hacen: de ella depende, en la mayor parte de los casos, la satisfacción o la repugnancia que suscitan. Esto, que cosiste, no en quitarse el sombrero con gracia, ni en hacer una reverencia, sino en una compostura adecuada y desembarazada en el lenguaje, en las miradas, en el movimiento, en la actitud, en el continente, etc., según las personas y según las circunstancias, y solamente puede ser aprendido por el hábito y el uso. Aunque sobrepuje las facultades del niño, y no convenga atormentarle con ello, debe comenzarse pronto, y estar muy instruido en ello un joven caballero, mientras está en manos del preceptor, y antes de que esté llamado a conducirse por sí mismo en el mundo. Sería entonces, en efecto, demasiado tarde para corregir ciertos hábitos malsanos, que dependen, a veces, de pequeñas cosas.

Nuestra conducta no es la que debe ser, en tanto que no sea natural y desembarazada en todas las cosas, adaptándose, como hacen los dedos de un músico hábil, a un orden armonioso, sin que haya necesidad de pensar en ello ni de hacer esfuerzo alguno. Si se ve un hombre obligado en su comportamiento a observarse con inquietud por temor a cometer alguna torpeza, esta preocupación, lejos de hacerle más correcto en sus maneras, le proporcionará un aire cohibido, forzado y poco gracioso.»


«Los hombres que tienen una visión de aquello que les interesa, estrecha y ciega por tanto, no deben pretender que poseen una visión plena de la verdad. Ningún hombre debe pensar que la verdad sólo está en las ciencias que él estudia o en los libros que lee. Si prejuzgamos las nociones de los otros hombres antes de haberlas analizado no estamos demostrando la oscuridad de aquellas, sino que estamos cerrando nuestros propios ojos. “Probad de todas las cosas y tomad lo que es bueno”, dice una norma divina del Padre de la luz y la verdad. Y me resulta difícil encontrar otro modo de alcanzar la verdad y aprehenderla que no sea cavando y buscándola, del mismo modo que se hace con el oro y los tesoros escondidos; con este método se encuentra mucha tierra y escombros antes de llegar al metal puro, pues con él suelen ir mezclados los guijarros, la arena y la escoria, pero finalmente el oro enriquecerá al que se haya esforzado en buscarlo y separarlo de los elementos inútiles. No hay peligro de que se deje engañar por la mezcla y no lo encuentre, pues todo hombre lleva en sí una piedra de toque, o criterio general, que si la utiliza le permitirá distinguir el oro verdadero del brillo superficial, y diferenciar entre la verdad y las apariencias. Pero los prejuicios asumidos, las presunciones arrogantes y la estrechez de nuestras mentes nos impiden aprovecharnos de esta piedra de toque, que es la razón natural.»


«Hay otro modo, más inocente, de reunir argumentos; es muy habitual entre los hombres de libros y consiste en hacer acopio de todos los argumentos que encuentran en pro y en contra de las cuestiones que estudian. Esa actitud no les ayuda a juzgar correctamente, ni a debatir con firmeza, sino sólo a hablar copiosamente sobre cada lado de la cuestión sin tener que basarse en sus propios juicios; han recogido esos argumentos de los pensamientos de otros hombres y los mantienen flotando en la memoria, dispuestos a servirse de ellos para hablar mucho con alguna apariencia de razón, pero no les ayudan a juzgar correctamente. Tal variedad de argumentos sólo sirve para distraer al entendimiento que se basa en ellos, a menos que haya ido más lejos y no se haya limitado a un examen superficial; se abandona la verdad en nombre de la apariencia, lo que sólo es de utilidad para nuestra vanidad.

El modo único y seguro de obtener un conocimiento verdadero consiste en formar en nuestras mentes nociones claras y establecidas de las cosas, acompañándolas del nombre de cada idea. Eso es lo que tenemos que considerar junto con las diversas relaciones y hábitos, en lugar de distraernos con nombres indecisos y palabras de significación indeterminada que puedan utilizarse con varios sentidos para servir a nuestra inclinación.

El conocimiento real consiste en la percepción de los hábitos y relaciones que nuestras ideas tienen entre sí; y cuando un hombre percibe hasta qué punto están en acuerdo o en desacuerdo entre ellas, puede juzgar lo que dicen las otras personas sin necesidad de dejarse guiar por los argumentos de los demás, que en muchos casos no son más que sofistería para crédulos. Haciéndolo así podrá establecer la cuestión correctamente, viendo a dónde conduce; de ese modo se sostendrá sobre sus propias piernas y llegará al conocimiento con su propio entendimiento. En cambio, recogiendo argumentos y aprendiéndolos de memoria sólo se retendrá los de los demás; y en cuanto alguien cuestione los fundamentos en que se basan tales argumentos se sentirá confundido, y abandonará frívolamente el conocimiento implícito en ellos.»


«Al igual que hay una parcialidad en las opiniones, que como ya vimos puede equivocar al entendimiento, también es frecuente la parcialidad en los estudios, igualmente perjudicial para el conocimiento y su progreso. Los hombres particularmente versados en una ciencia tienden a valorarla y alabarla como si esa parte del conocimiento con la que se han familiarizado fuera la única que merece la pena tener, y el resto consistiera en divertimentos ociosos y vacíos, comparativamente de ningún uso o importancia. Esto es un efecto de la ignorancia, no del conocimiento; es llenarse vanamente, jactarse de un conocimiento estrecho y débil.

No es malo que se saboree la ciencia que se ha elegido como estudio particular; la visión de su belleza y el sentido de su utilidad dan al hombre mayor placer y calor en la búsqueda y mejora del conocimiento de esa ciencia. Pero el desprecio del resto del conocimiento, como si no hubiera nada que se pudiera comparar con las leyes o la física, con la astronomía o la química, o incluso con alguna parte inferior del conocimiento de la que se tengan nociones o en la que se esté algo avezado no es sólo es indicio de una mente estrecha o vana, pues perjudica además al empleo del entendimiento que se ve encerrado en los límites estrechos que le impiden que mire a otras provincias del mundo intelectual, probablemente más hermosas y fructíferas que aquélla en la que él ha trabajado hasta entonces; en ellos podría encontrar, además de un conocimiento nuevo, caminos o sugerencias que le permitirían cultivar mejor el conocimiento propio.»


«Como en todos los casos, el modo más seguro para aprender consiste en no avanzar a saltos y grandes zancadas; que aquello que haya dispuesto aprender lo próximo sea realmente lo próximo; es decir, conjuntándolo en lo posible con lo que ya sabe; que sea distinto de lo sabido, pero no remoto; que sea nuevo y no lo supiera antes, de modo que el conocimiento avance; pero que en cada ocasión sea sólo un poco, para que el avance sea claro y seguro. Toda la base que logre de este modo le sostendrá. Este crecimiento gradual y concreto en el conocimiento es firme y seguro; lleva su propia luz en cada paso de su progreso, y en una cadena fácil y ordenada; y no hay nada que sea más útil al entendimiento. Aunque pueda parecer un camino muy lento y prolongado hasta el conocimiento, me atrevo a afirmar con confianza que el que lo pruebe, o aquél a quien se lo enseñe, encontrará que con este método sus avances son mayores de lo que serían en el mismo espacio de tiempo con otro método cualquiera. La parte más importante del conocimiento verdadero está en la percepción diferenciadora de las distintas cosas.»

SINOPSIS: «Pensamientos sobre la educación», de John Locke.

«En una época marcada por el ascenso y el predominio de las grandes burguesías, así como por el avance científico, Locke redactó una serie de cartas en las que recogió sus ideas sobre la educación con el fin de ilustrar a un amigo que le había pedido consejo acerca de cómo instruir a su hijo. Dichas cartas tomaron posteriormente la forma del presente libro, el cual se convirtió en un referente para escritos pedagógicos posteriores. Frente al viejo ideal de la educación renacentista, el filósofo inglés propugna un utilitarismo que influirá poderosamente en la reforma de la enseñanza: reducción de los castigos, atención a la naturaleza particular del niño, reivindicación de la importancia de las lenguas… Una obra, en definitiva, sobre cuyos principios se fundamentaría la formación específica del gentleman, y que servirían de base en un futuro para la educación de toda la sociedad.»

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