Benjamin Franklin. Autobiografía.

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«Mi lista de virtudes contenía al principio solo doce. Sin embargo, un amigo cuáquero me informó amablemente de que se me consideraba orgulloso, de que mi orgullo se mostraba frecuentemente en la conversación, de que no me contentaba con llevar razón en las discusiones, sino que era autoritario y bastante insolente, de lo que me convenció al mencionar varios ejemplos; así que decidí esforzarme para curarme si podía de este vicio o locura entre los demás y añadí la humildad a mi lista, dando un extenso significado a la palabra. No puedo jactarme del gran éxito de haber adquirido la realidad de esta virtud, pero había logrado algo con su apariencia. Hice una regla del abstenerme de contradecir directamente a los otros y de afirmar nada de forma categórica. Incluso me prohibí, conforme a las viejas leyes del Junto, usar toda palabra o expresión de la lengua que supusiera una opinión fija, tales como “ciertamente”, “indudablemente”, etc., y adopté en su lugar otras como “concibo” o “imagino” que esto es así o asá, o así me lo parece por ahora.

Cuando otro afirmaba algo que consideraba un error, me negaba el placer de contradecirle abruptamente y de mostrar de inmediato lo absurdo de su proposición y, al responder, comenzaba observando que en ciertos casos o circunstancias su opinión sería correcta, pero que en el caso presente me “parecía” o “pensaba “que había alguna diferencia, etc. Pronto descubría la ventaja de este cambio en mis modales. Las conversaciones en las que participé resultaban más gratas. La modesta manera en que proponía mis opiniones les procuraba una recepción más pronta y menos contradictoria.

Me mortificaba menos cuando me equivocaba y convencía más fácilmente a los otro de que renunciaran a sus errores y se unieran a mí cuando acertaba. Este proceder, que asumí al principio con cierta violencia respecto a mi inclinación natural, al final se volvió tan fácil y tan habitual para mí, que tal vez durante estos pasados cincuenta años nadie haya oído que se me escape una expresión dogmática. A este hábito (junto a mi carácter íntegro) creo que se debe principalmente que haya tenido pronto tanto peso entre mis conciudadanos cuando proponía nuevas instituciones o alteraciones en las viejas y tanta influencia en las reuniones públicas de las que he sido miembro. Porque era un mal orador, nada elocuente, sujeto a muchas dudas en la elección de mis palabras, ni muy correcto en la lengua y, sin embargo, lograba mis objetivos.

En realidad tal vez ninguna de nuestras pasiones naturales sea tan difícil de subyugar como el orgullo. Podemos disfrazar, luchar con ello, golpearla, ahogarla, mortificarla cuanto queramos, y sigue viva, de vez en cuando asomará y se mostrará. Tal vez la veáis a menudo en este historia. Porque, aun cuando pudiera concebir que la he superado por completo, probablemente me enorgullecería de mi humildad.»


«Mientras pretendía mejorar mi lenguaje, di con una gramática inglesa (creo que la de Greenwood) al final de la cual había dos pequeños apéndices sobre las artes de la retórica y la lógica, el último de los cuales acababa con un ejemplo de discusión según el método socrático. Poco después me procuré los “Recuerdos de Sócrates” de Jenofonte, donde hay muchos ejemplos del mismo método. Me encantó, lo adopté, abandoné mi actitud de abrupta contradicción y la argumentación tajante y asumí la del investigador humilde y dudoso. Y al haberme convertido entonces, tras leer a Shaftesbury y Collins, en un verdadero escéptico en muchos aspectos de nuestra doctrina religiosa, hallé que este método era muy seguro para mí y muy embarazoso para mis interlocutores por lo que me deleitaba con él, lo practicaba continuamente y me volví habilidoso y experto en arrastrar aun a las personas de conocimiento superior a hacer concesiones cuyas consecuencias no preveían, enredándolas en dificultades de las que no podían librarse, y obtenía victorias que no siempre merecíamos mi causa o yo.

Continué con este método durante algunos años, pero lo abandoné gradualmente y retuve solo el hábito de expresarme en términos de la más modesta desconfianza, sin usar nunca, cuando aventuraba algo posiblemente discutible, las palabras ciertamente, indudablemente, y otras que dieran aire de seguridad a una opinión; más bien decía entiendo o comprendo que una cosa sea así o asá, me parece o debería creerlo así o asá por tales o cuales razones, o supongo que es así, o es así si no estoy equivocado.

Creo que este hábito ha sido muy ventajoso para mí cuando he tenido oportunidad de inculcar mis opiniones o persuadir a los hombre de medidas que de vez en cuando me comprometía a promover. Y como los verdaderos fines de la conversación son informar o ser informado, agradar o persuadir, quisiera que los hombres sensatos bienintencionados no disminuyeran su capacidad de hacer el bien por una presumida y tajante manera que rara vez deja de disgustar, tiende a crear oposición y a derrotar los propósitos con los que se nos ha concedido la lengua, es decir, dar o recibir información o placer. Pues si informas, aventurar tu parecer de manera dogmática y tajante puede provocar contradicción e impedir una atención imparcial. Si deseas información y mejora del conocimiento por parte de los otros y, sin embargo, a mismo tiempo te expresas con una firmeza inamovible en tus opiniones, los hombres modestos y sensatos que no aman la disputa probablemente te dejen en paz en posesión de tu error y, por tal manera, rara vez podrás pretender agradar a tus oyentes o persuadir a aquellos cuya concurrencia deseas.»

SINOPSIS: «Autobiografía», de Benjamin Franklin.

«Benjamin Franklin (1706-1790) fue, «avant la lettre», el hombre representativo americano que podría haber figurado en la ilustre galería de retratos literarios de Emerson. Franklin, habitante de las colonias inglesas, presenció, y casi selló con un célebre discurso, el nacimiento de los Estados Unidos como primera democracia moderna, solicitando a los demás delegados de la Convención Federal reunidos en Filadelfia la recomendación unánime de la Constitución americana. La escritura de Franklin, sin embargo, tiene su raíz en la ética puritana, cuya poderosa y brillante imaginación había dado a luz una de sus lecturas favoritas, «El progreso del peregrino» de John Bunyan. Descendiente espiritual de aquellos «Pilgrim Fathers», el infatigable y polifacético Franklin transmitió a su época en el texto de su «Autobiografía» la necesidad de seguir cultivando una ética que no descuidara las fuentes clásica y judeocristiana de nuestra cultura («Imitate Jesus and Socrates»), a la vista de las oportunidades que brindaba la vida en el Nuevo Mundo. La «Autobiografía» de Franklin, plagada de las anécdotas y enseñanzas de su larga vida, inacabada por definición, como el mundo en que se había gestado, iniciada como una carta a su hijo y continuada como un testimonio ante sus conciudadanos, conserva todo el valor promisorio de los textos fundamentales de la tradición norteamericana.»

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